El síndrome del Golem posmoderno
En política no hay nadie totalmente bueno ni completamente
malo. La oposición binaria bueno/malo no aplica, creo, cuando hablamos del
Poder. Desde luego el Poder tampoco es un absoluto, pero su esencia semántica,
nos lo recuerda Maquiavelo, no radica en la bondad o en la maldad. Podría, en
algunos casos, sustentarse en la oposición Poder/subordinación y en otros, los
menos, en la oposición Poder/representación. El contrario dialéctico del Poder
(pero no su opuesto binario) es la ética. Y creo que sólo desde ahí, como un
territorio ajeno a la política pero con la que tiene ciertos cruces, podríamos
cuestionar la legitimidad o racionalidad de ciertas formas de Poder.
Si pensamos en
Adolfo Hitler, para muchos el epítome de la maldad, no puede soslayarse que, al
igual que otros autócratas, gozó del apoyo implícito o explícito de vastos
sectores de la sociedad a la que gobernó. En muchos sentidos Hitler (o Franco,
o Mussolini, o Pinochet) no fue sino la proyección que dio forma personalizada
a cierto inconsciente colectivo en el que anidaba la aceptación no enunciada de
las tesis que se convirtieron en el eje del poder. La brutalidad del régimen de
Hitler, pues, no es ajena a la complacencia discreta de una sociedad que, en el
fondo coincidía con sus postulados desde mucho tiempo antes (como lo presenta
Eco en el Cementerio de Praga).
Por otra parte,
si pensamos en Churchill o aun en Gandhi, descubrimos que detrás del velo de
admiración y en algunos casos de santidad con los que se les suele recubrir, tomaron
decisiones desde el Poder (Coventry, en el caso del primero, y en el otro su rechazo
a negociar con la Liga Musulmana en 1946) que sólo se pueden entender (aunque
difícilmente justificar) desde una ética “despersonalizada” (i.e. cuando se dice: “Fue terrible que
muriera tanta gente, pero era históricamente necesario que así ocurriera”).
II
Es lógico que en la lucha por el Poder los políticos profesionales
y aun los políticos por vocación (véase la distinción en Weber) busquen llevar
sus argumentos a un terreno de reducción lógica extrema, es decir, a una
simplificación exacerbada cuyo resultado último tiende a la descalificación
absoluta del otro, del contrario. Negar al otro, descalificarlo, es
deslegitimar su visibilidad política, su derecho a contender por el Poder y
consecuentemente negarle credibilidad alguna a su discurso, a sus propuestas.
En el México
moderno lo vimos en la feroz campaña que se articuló desde la iniciativa
privada y del Partido Acción Nacional contra Andrés Manuel López Obrador, en
2006. Pero también lo estamos viendo ahora, sólo que del otro lado. Hay una simetría
semántica entre la descalificación a López Obrador que se ejerció desde los
medios en 2006 y la que hoy se ejerce contra Peña Nieto (y en menor medida
contra Quadri) desde diversos movimientos que, a quererlo o no, han ido
escalando el tono de histeria irreflexiva. Se habla de restauración del viejo
régimen represor, de la vuelta al pasado (como si el PRI actual fuera semejante
al PRI del nacionalismo revolucionario), del horror y del espanto como si Peña
Nieto y sus simpatizantes—que los hay—fueran a llegar a Los Pinos a bayoneta
calada.
Precisamente la
obligación de quienes no nos dedicamos profesionalmente ni por vocación al
ejercicio del Poder—nuevamente, trato de hablar desde la ética y no de la
oposición binaria entre “buenos” y “malos”—es tratar de rescatar las
posibilidades de la razón, devolver al lenguaje su función dialógica y
clarificadora de los términos del discurso político más allá del maniqueísmo
fácil. Incluyo entre estos a los estudiantes, los académicos, los escritores y
los profesionales. Es tarea fundamental sobre todo de las Universidades el contribuir
a un clima de racionalidad argumentativa, de deliberación crítica capaz de
orientar lo más razonablemente posible el voto y no de atizar el clima de
neurosis política que, como ocurrió en el 2006 y parece que hoy se repite, sólo
contribuyen a una profunda división y encono públicos.
Ni Andrés Manuel
López Obrador es un santo, ni Enrique Peña Nieto es un demonio o un pelele. Los
dos son políticos profesionales. Los dos militan en Partidos cuya historia—antigua
o reciente—deja mucho que desear en materia de honestidad y transparencia.
Ambos han tomado (o dejado de tomar) decisiones
que han afectado a muchos sectores, o bien, que han favorecido injustamente a
otros. Verlos como el “bueno y el malo” es reducir el problema de la política a
un argumento de pastorela.
Personalmente, me
identifico mucho más con las tesis políticas que sostiene Andrés Manuel López
Obrador y admiro profundamente a la mayoría de quienes ha propuesto para integrar
su gabinete. Pero eso no implica que descalifique a Enrique Peña Nieto o al PRI
in toto. No sólo porque forman parte
de una geometría política cuya condición democrática radica en la pluralidad y
la tolerancia, sino porque hay argumentos y propuestas de administración
pública que no me parecen descabelladas y que resultan bastante realistas y
convincentes.
Tal vez López
Obrador responda más a la tipología del Político por Vocación (aquel que vive
para la política) y Peña Nieto responda más a la tipología del Político de
Profesión (aquel que vive de la política) que propuso Weber. Aun así, me
preocupa el clima de histeria irreflexiva que se está gestando en este último
tramo del proceso electoral y me preocupa aun más que la movilización
estudiantil contribuya a ello.
III
No podemos pasar por alto que en una democracia, como la que
tímidamente se está tratando de construir en el país, el Ejecutivo es
sólo uno de los componentes del Poder. Hay que pensar que la configuración del
Legislativo resulta tan o más importante y que el Judicial ha jugado ya un
papel axial para acotar los actos de autoridad tanto del Presidente como del
Congreso. El caso de la Ley Televisa demuestra, por partida doble, cómo desde
la racionalidad institucional se puede echar abajo la extralimitación de los
poderes Ejecutivo y Legislativo, así como las pretensiones meta-constitucionales
del monopolio mediático en tanto que poder fáctico.
El movimiento
estudiantil que surgió en mayo de 2012 comenzó como la respuesta de
un sector de la sociedad civil, organizado desde y a través de las redes
digitales, al intento mediático de construir la ficción de un resultado
inevitable, como si a suerte ya estuviera echada y Enrique Peña Nieto estuviera
predestinado a llegar a la presidencia de la República. Pero mucho me temo que
lejos de promover una agenda orientada hacia la racionalidad argumentativa, a
la imparcialidad en el manejo de la información y hacia una mayor pluralidad de
la esfera pública, una parte importante del estudiantado ha caído en un inercia
irracional y descalifican—frecuentemente sin argumentos y sin
conocimiento de la historia política de México—al que han querido construir
como el Golem postmoderno.
Me preocupa por
que en este ánimo de erradicar y nulificar al contrario, estamos dejando pasar
la oportunidad de construir una plataforma discursiva verdaderamente plural y
crítica. Gane quien gane la presidencia de la república, tendrá necesariamente
que gobernar a partir de una agenda consensada con los otros partidos y fuerzas
políticas del país. Eso es, precisamente, lo que distingue a los regímenes
democráticos: el derecho a la palabra de todos y el que nadie—salvo la Ley—tenga
la última palabra. Pero ¿cómo construir consensos cuando de entrada se
descalifica totalmente al contrario? ¿Cómo apelar a la reconciliación política
cuando se niega al otro el derecho al discurso?
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