martes, 19 de junio de 2012

¿Ahí viene el lobo?


El síndrome del Golem posmoderno



En política no hay nadie totalmente bueno ni completamente malo. La oposición binaria bueno/malo no aplica, creo, cuando hablamos del Poder. Desde luego el Poder tampoco es un absoluto, pero su esencia semántica, nos lo recuerda Maquiavelo, no radica en la bondad o en la maldad. Podría, en algunos casos, sustentarse en la oposición Poder/subordinación y en otros, los menos, en la oposición Poder/representación. El contrario dialéctico del Poder (pero no su opuesto binario) es la ética. Y creo que sólo desde ahí, como un territorio ajeno a la política pero con la que tiene ciertos cruces, podríamos cuestionar la legitimidad o racionalidad de ciertas formas de Poder.
     Si pensamos en Adolfo Hitler, para muchos el epítome de la maldad, no puede soslayarse que, al igual que otros autócratas, gozó del apoyo implícito o explícito de vastos sectores de la sociedad a la que gobernó. En muchos sentidos Hitler (o Franco, o Mussolini, o Pinochet) no fue sino la proyección que dio forma personalizada a cierto inconsciente colectivo en el que anidaba la aceptación no enunciada de las tesis que se convirtieron en el eje del poder. La brutalidad del régimen de Hitler, pues, no es ajena a la complacencia discreta de una sociedad que, en el fondo coincidía con sus postulados desde mucho tiempo antes (como lo presenta Eco en el Cementerio de Praga).
     Por otra parte, si pensamos en Churchill o aun en Gandhi, descubrimos que detrás del velo de admiración y en algunos casos de santidad con los que se les suele recubrir, tomaron decisiones desde el Poder (Coventry, en el caso del primero, y en el otro su rechazo a negociar con la Liga Musulmana en 1946) que sólo se pueden entender (aunque difícilmente justificar) desde una ética “despersonalizada” (i.e. cuando se dice: “Fue terrible que muriera tanta gente, pero era históricamente necesario que así ocurriera”).

II
Es lógico que en la lucha por el Poder los políticos profesionales y aun los políticos por vocación (véase la distinción en Weber) busquen llevar sus argumentos a un terreno de reducción lógica extrema, es decir, a una simplificación exacerbada cuyo resultado último tiende a la descalificación absoluta del otro, del contrario. Negar al otro, descalificarlo, es deslegitimar su visibilidad política, su derecho a contender por el Poder y consecuentemente negarle credibilidad alguna a su discurso, a sus propuestas.
     En el México moderno lo vimos en la feroz campaña que se articuló desde la iniciativa privada y del Partido Acción Nacional contra Andrés Manuel López Obrador, en 2006. Pero también lo estamos viendo ahora, sólo que del otro lado. Hay una simetría semántica entre la descalificación a López Obrador que se ejerció desde los medios en 2006 y la que hoy se ejerce contra Peña Nieto (y en menor medida contra Quadri) desde diversos movimientos que, a quererlo o no, han ido escalando el tono de histeria irreflexiva. Se habla de restauración del viejo régimen represor, de la vuelta al pasado (como si el PRI actual fuera semejante al PRI del nacionalismo revolucionario), del horror y del espanto como si Peña Nieto y sus simpatizantes—que los hay—fueran a llegar a Los Pinos a bayoneta calada.
     Precisamente la obligación de quienes no nos dedicamos profesionalmente ni por vocación al ejercicio del Poder—nuevamente, trato de hablar desde la ética y no de la oposición binaria entre “buenos” y “malos”—es tratar de rescatar las posibilidades de la razón, devolver al lenguaje su función dialógica y clarificadora de los términos del discurso político más allá del maniqueísmo fácil. Incluyo entre estos a los estudiantes, los académicos, los escritores y los profesionales. Es tarea fundamental sobre todo de las Universidades el contribuir a un clima de racionalidad argumentativa, de deliberación crítica capaz de orientar lo más razonablemente posible el voto y no de atizar el clima de neurosis política que, como ocurrió en el 2006 y parece que hoy se repite, sólo contribuyen a una profunda división y encono públicos.
     Ni Andrés Manuel López Obrador es un santo, ni Enrique Peña Nieto es un demonio o un pelele. Los dos son políticos profesionales. Los dos militan en Partidos cuya historia—antigua o reciente—deja mucho que desear en materia de honestidad y transparencia. Ambos han tomado (o dejado  de tomar) decisiones que han afectado a muchos sectores, o bien, que han favorecido injustamente a otros. Verlos como el “bueno y el malo” es reducir el problema de la política a un argumento de pastorela.
     Personalmente, me identifico mucho más con las tesis políticas que sostiene Andrés Manuel López Obrador y admiro profundamente a la mayoría de quienes ha propuesto para integrar su gabinete. Pero eso no implica que descalifique a Enrique Peña Nieto o al PRI in toto. No sólo porque forman parte de una geometría política cuya condición democrática radica en la pluralidad y la tolerancia, sino porque hay argumentos y propuestas de administración pública que no me parecen descabelladas y que resultan bastante realistas y convincentes.
     Tal vez López Obrador responda más a la tipología del Político por Vocación (aquel que vive para la política) y Peña Nieto responda más a la tipología del Político de Profesión (aquel que vive de la política) que propuso Weber. Aun así, me preocupa el clima de histeria irreflexiva que se está gestando en este último tramo del proceso electoral y me preocupa aun más que la movilización estudiantil contribuya a ello.
III
No podemos pasar por alto que en una democracia, como la que tímidamente se está tratando de construir en el país, el Ejecutivo es sólo uno de los componentes del Poder. Hay que pensar que la configuración del Legislativo resulta tan o más importante y que el Judicial ha jugado ya un papel axial para acotar los actos de autoridad tanto del Presidente como del Congreso. El caso de la Ley Televisa demuestra, por partida doble, cómo desde la racionalidad institucional se puede echar abajo la extralimitación de los poderes Ejecutivo y Legislativo, así como las pretensiones meta-constitucionales del monopolio mediático en tanto que poder fáctico.
     El movimiento estudiantil que surgió en mayo de 2012 comenzó como la respuesta de un sector de la sociedad civil, organizado desde y a través de las redes digitales, al intento mediático de construir la ficción de un resultado inevitable, como si a suerte ya estuviera echada y Enrique Peña Nieto estuviera predestinado a llegar a la presidencia de la República. Pero mucho me temo que lejos de promover una agenda orientada hacia la racionalidad argumentativa, a la imparcialidad en el manejo de la información y hacia una mayor pluralidad de la esfera pública, una parte importante del estudiantado ha caído en un inercia irracional y descalifican—frecuentemente sin argumentos y sin conocimiento de la historia política de México—al que han querido construir como el Golem postmoderno.
     Me preocupa por que en este ánimo de erradicar y nulificar al contrario, estamos dejando pasar la oportunidad de construir una plataforma discursiva verdaderamente plural y crítica. Gane quien gane la presidencia de la república, tendrá necesariamente que gobernar a partir de una agenda consensada con los otros partidos y fuerzas políticas del país. Eso es, precisamente, lo que distingue a los regímenes democráticos: el derecho a la palabra de todos y el que nadie—salvo la Ley—tenga la última palabra. Pero ¿cómo construir consensos cuando de entrada se descalifica totalmente al contrario? ¿Cómo apelar a la reconciliación política cuando se niega al otro el derecho al discurso?

martes, 12 de junio de 2012

¿Hay diferencia en declararse Contra o Anti?



Hace poco, el 2 de junio, un compañero alumno de la FCPyS me preguntó:
 
"Profesor, tengo una duda respecto a la diferencia entre dos posicionamientos de los cuales ya abordamos uno en clase, pero se me ocurrió otro que no estoy seguro que necesariamente sea no democrático. Uno es el de ser "anti" y ese creo que me queda claro; del que tengo duda es respecto al de estar "en contra de", y lo planteo con una analogía pambolera para ser claro respecto a mi duda: El partido de mañana de la selección mexicana, lo jugará "en contra de" la de Brasil, sin embargo, me parece que no sería lo mismo si la selección mexicana jugara "anti-Brasil". Saludos, y de antemano gracias por la aclaración."
 
Esta fue la respuesta:
 
Es muy interesante tu punto, pero creo que se refiere a un tecnicismo semántico.
 
     Jugar en contra de se refiere aquí a <encuentro> o estar <frente a>. Algunos comentaristas dicen que tal selección enfrentará a su similar de...o bien, México ...frente a Holanda.
 
     No se trata de una preferencia en el sentido de tener el público una participación activa en el resultado del <encuentro> o <cotejo>.
 
     No es lo mismo en un proceso electoral, donde el resultado sí depende no sólo de los participantes directos (candidatos) sino sobre todo de los electores (que por ese sólo hecho dejan de ser espectadores y pasan a ser participantes).
 
     La pregunta es, entronces, ¿tú votas EN CONTRA de alguien? Puede ser. Se llama voto de castigo. Pero, por regla general, se vota en favor de....Aun si tu intención no es tanto apoyar aquel por el que votaste sino fregar a sus contrincantes. 
 
     En el caso del movimiento estudiantil, éste puede estar en contra de....(la manipulación, la simulación, la concentración mediática, la imposición), pero eso es distinto a declarse Anti, porque parecería que su objetivo no es por una reforma o cambio amplio, sino simplemente que se asumen a partir de una lógica ad hominem (como los nazis anti judíos; los judíos anti palestinos; los españoles anti árabes o ciertos gringos que se declaran anti mexicanos). Sí hay diferencia.....Y si se está en contra de algo (o alguien), entonces también hay que explicitar a favor de qué o de quién se está....¿no?