viernes, 21 de diciembre de 2018

Roma

La trama en sí (lo que los semiólogos llaman "estructura superficial") no es nada del otro mundo. Se podría haber llamado como aquel otro clásico mexicano "Una familia de tantas".

Lo que es admirable es el minucioso trabajo de reconstrucción de época que logra Cuarón. Me tocó vivir ese México. Cuando el halconazo yo tenía 13 años. Pero mis circunstancias personales y familiares eran muy distintas: un solo hermano y padres permanentemente presentes. La nuestra era una vida marcada por la regularidad de lo previsible. La única vez que fui al mar con mis padres tenía dos años. En cambio hicimos muchos viajes a otras ciudades dentro y fuera del país.

Hay muchos detalles de la película (modas, canciones, camiones, coches) que disparan la evocación, aunque para mí, que vivía por otros rumbos, la Roma me parecía tan lejana y distante como el centro histórico. Sureño, los espacios que me tocó vivir en aquel entonces estaban poco transitados: calles empedradas, casonas coloniales (y otras tipo colonial) y parques. Era otra ciudad. La inseguridad no era tanta y se podía caminar prácticamente a todas horas sin mayores sobresaltos.

Creo que en Roma está tan bien lograda la ambientación en el tiempo que por momentos parece más un documental que una película de ficción. El recurso al blanco y negro amplifica el efecto memorioso. Los diálogos, las referencias visuales, los hechos históricos, la sensación todavía provinciana de la que ya era una gran ciudad, forman parte intrínseca de la narrativa y generan la ilusión, para quienes vivimos esos años pero también para quienes desconocen esa época, de estar ahí dentro.

Lo otro que narra la película, los avatares de una familia de clase media y, sobre todo, la centralidad cotidiana de una trabajadora doméstica que es mucho más que una empleada pero que jamás podrá ser parte de la familia, resulta más conmovedor. Gloria , mi esposa, con quien la vi, coincide. Me señala, con razón, que a principios de la década de 1970 el divorcio no era tan común en nuestra sociedad. Lo común eran las casas chicas, la "otra" familia, la duplicidad enmascarada por la hipocresía.

Por momentos me recordó dos textos de Fuentes: Las Buenas Conciencias y Las Dos Elenas. Sin misterios, sin suspensos, la narrativa atrapa y se sostiene. Toda reconstrucción histórica es una representación, una recreación, que nos revela tanto de lo que se ve como de quien lo ve. Siendo en buena medida autobiográfica, lo que la película nos ofrece es un punto de vista discreto de quien vivió esos años sin convertir la historia en una suerte de redención personal.

Vale la pena. Una ventana al pasado que se hace presente y que lo deja todo suspendido en una inquietante atemporalidad.

viernes, 30 de noviembre de 2018

El Cambio Político y la Política del Cambio (algo sobre el discurso político de AMLO)

 
 
Si todavía queda algún lector, le o les envío muchos saludos. Abandoné este espacio por razones de trabajo. Lo retomo ahora. 

Soy de los que voté en contra de la continuidad de un sistema que estos últimos seis años no hizo sino agudizar las contradicciones que venimos arrastrando desde finales de la década de 1980. Para decirlo sucintamente: somos la décimo quinta economía del mundo, pero en materia de desigualdad e inequidad, de distribución social de la riqueza, de servicios de educación y salud, de cuidado del medio ambiente y de derechos humanos estamos por los suelos.

Es probable que una de las razones por las que ganó Andrés Manuel López Obrador sea que prometió revertir estas contradicciones. Pero quizás más importante es cómo lo hizo. Hay una parte del discurso político que no se ha analizado con detenimiento. Esto que presento es un esbozo:
 
 
El cambio político y la política del cambio
Felipe López Veneroni
A menos que ocurra un estropicio, el 1 de diciembre asumirá la Presidencia de la República Andrés Manuel López Obrador. Para muchos de sus seguidores culmina un largo peregrinar de más de 12 años, en el que por fin se le hizo justicia a quien, desde su punto de vista, ganó el proceso electoral de 2006 pero fue víctima de fraude y que, desde el 2000, había sido víctima de acoso político y de toda suerte de violencia simbólica. La llegada del Peje a Palacio Nacional equivale a la reivindicación histórica del único político profesional que se atrevió a cuestionar el modelo de desarrollo neoliberal y denunciar sus inequidades, la corrupción que trajo consigo y la caída de la República en beneficio de los intereses privados de un grupo de empresarios.

Para quienes se oponen a López Obrador es el paso definitivo hacia el abismo: retrocederemos 4 ó 5 décadas hacia las viejas prácticas del control unipersonal del poder, el autoritarismo, las decisiones discrecionales, el populismo y, como consecuencia inevitable, la crisis económica. De hecho no ha faltado quien, en este largo y especialmente tenso proceso de espera, ya advierte los primeros barruntos de aquel ciclo económico en el que, con cada cambio de gobierno, la incertidumbre que acompañaba un nuevo estilo personal de gobernar traía consigo la devaluación del peso, la fuga de capitales y el pasmo de los inversionistas—nacionales y extranjeros—quienes permanecían en los márgenes del mercado, sin atreverse a participar.

Haciendo eco de Heráclito y su concepto del panta rei (el eterno fluir de las cosas, su cambio permanente), México ha dado un giro respecto de un pasado inmediato para asomarse, con trepidación o con entusiasmo, a un futuro incierto. Como en todo proceso de cambio las cosas aparecen nebulosas, contradictorias e impredecibles. 

Para quienes auguran el regreso a un pasado todavía peor del que acabamos de dejar, sólo queda una cosa: adaptarse a la tormenta, resistir lo mejor posible y esperar a que la propia inercia destructiva de lo que está por venir eventualmente reestablezca un clima más benigno. Para quienes auguran el despertar de una nueva etapa socialmente más justa y el regreso de un Estado genuinamente representativo de los intereses de la población, sólo hay una opción: sumarse al proceso de cambio y colaborar con todas las iniciativas que apuntalen la transformación del país, independientemente de si éstas se ajustan o no al marco de una legalidad que perciben como rígida y constrictiva. 

Hay lugar, desde luego, para un tercer grupo: el de los escépticos, es decir, de aquellos que en vez de adoptar una postura enteramente catastrofista o triunfalista, tratan de tomar cierta distancia y suspenden los juicios definitivos en relación a cómo se desenvolverán los acontecimientos. Dentro de este grupo prevalece la percepción que todo proceso de cambio implica ajustes sobre los que nadie tiene un control absoluto; que los actores que protagonizan la transformación rara vez constituyen un bloque homogéneo y que no todos entienden de la misma manera lo que significa modificar la estructura del poder.

Sin embargo, se reconoce que era imperativo cambiar esa estructura; que las cosas no podían permanecer igual y que eran insostenibles las contradicciones de un sistema que favorecía a un pequeño sector de la población mientras que el resto, es decir, la gran mayoría, permanecía al margen de los beneficios económicos, culturales e incluso políticos. Si algo valida el cambio político es, precisamente, la necesidad de ampliar el margen de representación política de quienes se han sentido marginados tanto de la toma de decisiones (ni se les ve ni se les escucha), como de los efectos de las políticas acordadas en círculos de poder cada vez más abstractos, más lejanos y más impenetrables.
Así, por ejemplo, aquel Pacto por México, que se llevó a cabo a puertas cerradas y sin claridad sobre lo que acordó y quiénes participaron en el acuerdo, se tradujo en una serie de reformas estructurales cuyas consecuencias—imprevistas o indeseadas—tuvieron un efecto negativo en el bienestar colectivo, aun cuando desde un punto de vista técnico ayudaran a “sanear” la economía. La pregunta que muchos se hicieron es ¿de qué nos sirve una economía sana que es incapaz de beneficiar al grueso de la población? 

No queda claro que el nuevo gobierno vaya a modificar radicalmente las políticas económicas (de hecho ya se han hecho afirmaciones que contradicen varias de las promesas de campaña de López Obrador, como revertir los aumentos al precio de las gasolinas), ni tampoco se garantiza que aquellas políticas que sí serán distintas realmente beneficien a la mayoría. Se trata, sin duda, de un delicado juego de equilibrios en el que habrá que conservar muchas cosas para transformar otras y en el que habrá que contemporizar las expectativas radicales de cambio con las resistencias a éste. 

En donde sí se advierte un cambio es en modo de hacer política, es decir, en esa práctica de acercamiento a la gente en la que López Obrador, a querer o no, ha mostrado una diligencia notable. Sus opositores señalan que este acercamiento popular, que incluye el recurso de las consultas, es un recurso populista y demagógico que se sustenta en la ilegalidad. Y tal vez tengan razón. Pero lo que no advierten es que por primera vez en décadas ese amplio sector de la población que se ha sentido ignorado, olvidado y maginado, encuentra en un actor político una conexión de sentido que se había roto desde la década de 1980. Si alguna virtud tiene López Obrador es precisamente la de haber devuelto a una amplia población su carácter de interlocutor activo, es decir, de ser el sujeto pensado y el sujeto real de la acción política.

Demagógica o no, populista o no, la política del cambio que promueve López Obrador se basa en algo que ha olvidado o simplemente pasado por alto la clase política institucional: convertir al “pueblo”, ese sujeto abstracto en el que caben todos, en alguien a quien se habla. Para muchos es ahí donde radican los ecos chavistas, castristas o incluso peronistas de López Obrador. Tal vez.
Pero también resuena algo de ese pensamiento filosófico de Martin Buber, sin el cual no se puede hacer realmente política: “Vivir significa ser alguien a quien se dirige la palabra”[1].  Y cuando menos como ilusión, esa ha sido quizás el cambio central en el modo de hacer política de López Obrador. Más que dirigirse a los mercados, más que dirigirse a los empresarios o a otras fuerzas políticas, el Peje ha sabido hacer del electorado el interlocutor de su discurso político, el sujeto al que se le habla y, acaso por extensión, el sujeto por el que él habla.

No sé si esto sea suficiente para pensar en un verdadero cambio, en ese sentido estructural y técnico al que se suelen referir los especialistas en economía, derecho y administración pública. Pero sí es un cambio en un sentido político. Muy probablemente el nuevo gobierno incurra en muchas equivocaciones y yerros. Pero ha sabido devolver a ese “otro” de la política, es decir, al gobernado, un lugar que se le había negado por décadas. Y si las cosas no cambian abruptamente de aquí a fin de semana, este 1 de diciembre veremos, por primera vez en muchos años, una verdadera verbena popular. Se trata, al menos inicialmente, del júbilo de quienes nuevamente sienten que tienen un lugar.
oooOooo





[1] Véase, Habermas, En la espiral de la tecnocracia, Trotta, P. 33.