martes, 10 de julio de 2012

Crisis Constitucional, crisis de identidad

Parecería que hemos llegado a un punto en el proceso electoral en el que se han diluido al mínimo las posibilidades de racionalizar críticamente sus resultados y su significado. No cabe duda que hay un conflicto. Lo que no queda tan claro—cuando menos para muchos—es la naturaleza del conflicto, sus alcances, sus implicaciones y, sobre todo, si hay voluntad de resolverlo de un modo en que se aclaren las dudas y cuestionamientos, sin que, a su vez, se deje de respetar el voto ciudadano.
     Para muchos de quienes están convencidos de que hubo fraude no habrá poder humano que los haga cambiar de opinión, aún si quien lo sostiene no es capaz de producir las pruebas jurídicamente válidas para demostrarlo, o bien, aun si el fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación desecha la acusación. De hecho, dentro de quienes están convencidos del fraude hay quienes ya han descalificado al TEPJF y al IFE y, al hacerlo, descalifican a los cientos de miles de ciudadanos que participaron en el proceso electoral, a los observadores nacionales e internacionales, a los representantes de los partidos que estuvieron en las casillas y siguieron todo el procedimiento y a los 32 millones de electores que no optaron por las izquierdas.
     Quienes no creen que haya habido fraude difícilmente saldrán a las calles a exigir que se reconozca el voto. Sea por abulia, por apatía o simplemente porque no les interesa tanto todo el proceso como para interrumpir sus actividades cotidianas, la famosa “mayoría silenciosa” lamentablemente suele asumir que, una vez cumplida con su obligación ciudadana—la de depositar el voto—no es de su incumbencia los cuestionamientos o críticas que otros hagan y que es problema de las instituciones resolver el asunto. En cierto sentido se asumen espectadores de un espectáculo que, estemos de acuerdo o no, les resulta tan distante como un debate legislativo o la polémica sobre los transgénicos.
    Quienes permanecen escépticos, es decir, que no necesariamente creen que hubo un fraude, pero que tampoco creen que el proceso electoral haya sido ejemplar y libre de constricciones meta legales, el problema es delimitar hasta dónde se debe prestar credibilidad a unos y a otros, hasta dónde involucrarse y, quizás lo más difícil, cómo contribuir para centrar una discusión que unos insisten en mantener dentro de los cauces formales que marca la legislación y que otros insisten en sacar a las calles.
     No creo que haya respuestas sencillas. Esto, más que un conflicto electoral (o además de) se expresa ya como un conflicto social, en el que una serie de reclamos de distinto origen encuentran convergencia en esa suerte de solidaridad colectiva de las marchas. Varios de estos reclamos tienen su origen en la profunda desigualdad económica y social que se ha agudizado en las últimas décadas y que, por primera vez en años, toca a la puerta de los sectores medios; otros, me parecen, tienen su origen en el hartazgo de una estructura mediática que, poco a poco, se ha ido apoderando del espacio público y monopolizando la esfera pública, es decir, ese campos de deliberación y argumentación que debería expresar pluralidad y diversidad.
     Los mismos rostros y las mismas voces se repitan una y otra vez, con el mismo discurso y el mismo tono, tanto en la prensa escrita, como en la radio y la televisión. Por todos lados vemos los mismos nombres diciendo lo mismo una y otra vez. La falta de una verdadera competencia mediática en el país, ha permitido que se constituya una suerte de elite profesional de opinión mediática, marcada en mucho por la arrogancia, la autocomplacencia y la auto-referencialidad. Si bien la libertad de expresión es un principio fundamental de una democracia, ¿quién le ha dado a esa elite la autoridad moral, intelectual o profesional para asumirse como “los que sí saben”?
     En este sentido, el fenómeno de las redes digitales ha permitido construir una suerte de contra-discurso donde, si no todas, cuando menos muchas voces nuevas irrumpen en un microcosmos del espacio público, revelando puntos de vista, perspectivas e ideas contrarias a las que expresa esa elite profesional de la opinión mediática. Como en otros países, las redes digitales han sido instrumentales para articular una movilización social de gran escala que por primera vez condensa, en una relación tiempo/espacio muy concentrada, lo que los otros piensan.
     Como en el movimiento estudiantil de 1968 (y no estoy trazando ninguna analogía, porque se trata de problemas y contextos muy distintos), quienes han asumido la expresión más clara del descontento social son los estudiantes universitarios, es decir, ese sector relativamente privilegiado e ilustrado de los sectores medios de la sociedad. Lo que no me queda tan claro, sin embargo, es que las redes digitales (o socio técnicas) sean capaces de dar profundidad analítica al descontento y de generar una verdadera cohesión semántica de quienes protestan, más allá de la denuncia un tanto inmediata o la preferencia o antipatía contra partidos y candidatos. Por un lado, se expresa una diversidad espontánea que manifiesta que el origen del descontento es múltiple; por el otro, esa misma espontaneidad hace que se pierda la claridad y efectividad del mensaje, que se confunda a los enunciantes y que se yuxtapongan los fines de la protesta.
     En cierto sentido, la implicación que está en juego en este proceso electoral y por parte de quienes se han manifestado en contra de su legalidad y equidad es que han sido inútiles todos los avances que creíamos haber logrado desde 1978 y que pasan, entre otras cosas, por una verdadera división de poderes, el acotamiento a la discrecionalidad del ejercicio presidencial, la autonomía de órganos constitucionales para organizar y supervisar los procesos electorales, la configuración de un órgano jurisdiccional para calificar las elecciones y varias reformas políticas que han cercado la intervención de los medios concesionados para hacer negocio del proceso electoral e inclinar la balanza en favor o en contra de alguno de ellos.
     De ser esto cierto, resulta muy preocupante: décadas de lucha, movilizaciones, protestas, reconfiguración de fuerzas políticas ¿para qué? No quiero con esto sugerir que no les asiste la razón a quienes se manifiestan en contra del proceso y sus resultados. Pero tampoco me queda del todo claro que sus argumentos sean contundentes e irrebatibles. La pregunta es si estamos dispuestos a dar el beneficio de la duda a un sistema electoral que se ha articulado con la participación de la sociedad o si de plano descartamos que estas instituciones o instancias tengan validez y legitimidad para resolver el conflicto.
     Lo que se exigiría en todo caso es un mínimo de congruencia para todos. Si realmente se considera o se demuestra (en el sentido legal del término “prueba”) que este proceso electoral estuvo viciado de origen, entonces estamos frente a una crisis constitucional. Si ninguna de las instituciones que participó en el proceso—desde el IFE hasta los observadores nacionales e internacionales y el TEPJF—están legitimadas para atender y resolver el problema, entonces debemos reconocer dos cosas: (a) hay que reinventar in toto nuestro sistema electoral y (b) quedaría anulado todo el proceso electoral, incluyendo los triunfos de las izquierdas y habrá que reponerlo de nueva cuenta en todo el país.
     Realmente es mucho lo que está en juego. No es sólo el resultado de la elección presidencial, sino toda la estructura en que se sustenta un sistema electoral aparentemente ineficiente para concitar el reconocimiento mayoritario de la sociedad. Están en juego los avances sociales que han permitido y obligado los cambios que hacen hoy a ese sistema muy distinto al de 1988. Está en juego la credibilidad de amplios grupos sociales que acudieron a las urnas y que ayudaron a llevar a cabo todo el proceso. Si está en juego nuestra historia, está en juego nuestro futuro. La paradoja es ¿quiénes si no nosotros podemos rearticular un sistema que, sustentado ya en la participación de los propios ciudadanos, parece que, otra vez, ha fallado?

martes, 3 de julio de 2012

En busca de la impertinencia perdida




Tomando en cuenta, como lo sugiere Paul Ricoeur, que vivimos en un permanente conflicto de interpretaciones (que, por cierto, es lo que nos hace medianamente humanos y de ahí la centralidad ontológica, más que mecánica, de la comunicación) y que con frecuencia unas cosas se leen por otras, o bien no hubo concordancia entre lo que se quiso decir, lo que se acabó diciendo y lo que se entendió, creo que viene bien un ejercicio de clarificación que, por otra parte, siempre suele ser de auto-clarificación.

Al margen de la posición política que uno tenga (o crea tener, porque esa es otra: luego resulta que decir “mu” es para otros decir “ye” y empieza la de dios es cristo), los fenómenos sociales dejan una estela relativamente observable. Si nos salimos un poco de nuestra propia posición para tratar de cuando menos calibrar lo ocurrido, sostengo los siguientes puntos que no veo cómo puedan considerarse una apología de ningún partido o candidato.

1. Ni la manipulación mediática ni las marchas callejeras mostraron ser un arma lo suficientemente efectiva para logar la contundencia electoral deseada ni para impedirla. Si vemos cómo quedó repartida la votación queda claro que hubo un 60% del padrón electoral que no votó en favor del PRI, pero también que hay otro 60% que no lo hizo por las izquierdas. Eso no es tomar postura a favor de nadie: son tendencias medibles que no se pueden obviar.

2. Hubo quienes votaron en contra del PAN y del PRI, pero, nos guste o no reconocerlo, hubo quienes votaron en contra del PRI y el PRD y, más aún, quienes lo hicieron en contra del PAN y del PRD. Eso para mí no significa preferir a nadie, sino simplemente que la nuestra es una sociedad cada vez más heterogénea, plural y, sí, en cierto sentido, dividida. Pero ¡qué horror pensar en una sociedad enteramente homogénea o estrictamente binaria (o estás aquí o estás allá)!

3. En ese sentido no se vale sostener que todos los electores que no votaron por tal o cual preferencia están manipulados. Me parece una posición terriblemente arrogante y condescendiente, como si entre los casi 30 millones de votantes que no optaron por AMLO no hubiera uno sólo (o varios miles o millones) que hubiesen podido racionalizar su voto en uno u otro sentido. Si no somos capaces de hacer autocrítica y entender que hay otros puntos de vista (un problema lamentablemente recurrente en ciertas formas de izquierda), nos va costar mucho trabajo avanzar.

4. Se ha dicho que con el triunfo del PRI se retrocedió el reloj 70 años. Además de la imposibilidad física del asunto (salvo que Hawking tenga razón y el Universo ya haya empezado a contraerse), habría que preguntarse: ¿Qué hace 70 años teníamos elecciones arbitradas por una instancia no controlada por el gobierno (lo que hubiera dado Vasconcelos por un IFE y un TEPJF)? ¿Qué hace 70 años teníamos un Congreso independiente del Ejecutivo o cuando menos donde éste no fuera mayoría absoluta? ¿Qué hace 70 años existían las figuras constitucionales de los medios de impugnación o el marco jurídico y las instancias extrajudiciales—como la CNDH—para ventilar inconformidades?

Si esto se entiende como un apoyo al PRI, lamento decirles que están muy equivocados. Lo que me preocupa del argumento de la “restauración del autoritarismo” no es sólo la falta de un conocimiento más crítico de nuestra historia política, sino que parecería que en este país nada ha cambiado en los últimos 40 años y basta con que llegue un muñequito para anular todos los logros que, desde la sociedad civil organizada, hemos alcanzado.

Alegar que la llegada del PRI equivale al fin de la historia, es simplemente desconocernos a nosotros mismos y anular de tajo el potencial crítico y auto-gestivo de la sociedad civil. ¿Realmente un muñeco y su partido pueden detener el avance político de la sociedad? ¡Coño!

5. Que cambie o no el país no depende de que Peña y Televisa lo impidan o de que Andrés Manuel y las izquierdas (what ever that means) así lo decidan, sino de la acción política de la sociedad a través del Congreso y de otras instancias legales (como ya ha ocurrido). Pensar en términos ad hominem (Peña es un maldito; AMLO es un bendito; Josefa es una cuchi cuchi) es, con todo respeto, no haber entendido nada de lo que ha pasado en México a lo largo de las últimas décadas.

Cierto, la lucha por impulsar una agenda progresista puede ser más difícil, pero si se lograron cambios políticos en los momentos del autoritarismo más álgido ¿a poco ahora no vamos a poder impulsar ninguna agenda progresista? …Además ¿quién dijo que los procesos de emancipación son sencillos?

6. Y resalto la paradoja (o parajoda, como quieran) que si en algún lugar hemos retrocedido el reloj 70 años es precisamente en la ciudad de México, donde el famoso Carro Completo era la antigua práctica y la marca más distintiva del viejo PRI. ¿Quiero esto decir que estoy en contra del triunfo del PRD en la capital o en Morelos o en Tabasco? Para nada. Simplemente quiere decir que cualquier régimen político—sea del signo que sea—que carezca de contrapesos en el legislativo y el judicial tiende a ser endofágico, autocomplaciente y, ni modo, arbitrario.

Para mí, una de las características fundamentales de una democracia no sólo radica en su sentido positivo (las libertades que se conquistan o reconocen), sino también en su sentido “negativo”, es decir, en la existencia de medios de control de los actos de autoridad. En la ciudad de México, esos medios son muy endebles y tenues (bastaría ver el caso de la Supervía, por ejemplo, contra la que existen recomendaciones de la CDHDF que han sido completamente ignoradas), a causa precisamente del Carro Completo.

Pero ni hablar, así lo decidió la mayoría de los electores del DF y hay que respetarlo. Eso, sin embargo, no quiere decir que no se pueda cuestionar, discutir o analizar desde una perspectiva crítica. Sí creo que en esta ciudad las prácticas electorales del PRD deben ser analizadas desde una perspectiva autocrítica, porque ni modo de cuestionarlas en otro lado pero no aquí.

7. Por último, creo fervientemente en aquella frase de Lennon en Revolution: “You tell me it's the institution/Well, you know/You better free you mind instead/ But if you go carrying pictures of chairman Mao/You ain't going to make it with anyone anyhow” o, para retroceder el reloj (y aprovechando que cumplen 50 años de andar rolando), esta otra version de los Rolling Stones con especial cariño para el #YoSoy132:

http://www.youtube.com/watch?v=fN6XRwnYzL4&feature=related

lunes, 2 de julio de 2012

El Día Después de Mañana

Estos siete puntos pretenden ser apenas un breve apunte de lo mucho que nos arroja el proceso electoral y sus resultados. Tal vez sea muy prematuro querer analizar algo que tardará meses en asentarse, pero todo esfuerzo provisional puede ayudar a definir perspectivas y a exorcisar fantasmas y enconos que, creo, no vienen al caso:

1.      Ni el PRI con todo el apoyo de Televisa, ni las izquierdas, con todas sus marchas (y, dicho sea de paso, con su lamentable campaña del miedo) lograron concitar una mayoría contundente. Quizás esto hable de un México dividido entre ciertos atavismos históricos y otro que todavía no se atreve a transitar del todo hacia la social democracia (porque si algo NO tienen ni López Obrador, ni el PRD, ni mucho menos Marcelo Ebrard es un programa, una ideología y un discurso mínimamente emparentados con el socialismo)

2.      Lo que sí quedó claro como tendencia nacional—más del 70% de los votantes—es el rechazo al PAN. Salvo en Guanajuato (de ahí que haya tanta momia), una mayoría significativa de mexicanos manifestó su hartazgo por un discurso y una política belicosos que no han convencido a nadie y por esa moralina de derecha, propia de un boticario o de un cura de pueblo.

3.      Si bien la industria de radio y televisión ejerce una fuerte influencia sobre el imaginario colectivo, cada vez es mayor el número de personas (jóvenes sobre todo) que son capaces de entender y ver el mundo y el país de otra manera; cuando menos, desde su propia mirada (correcta o incorrecta) y no sólo a través del filtro de López Dóriga, de Ciro Gómez Leyva, de Carlos Marín o de Adela Micha.

4.      Las nuevas tecnologías digitales, aunque en México todavía no son de uso mayoritario, han convertido a la computadora y al teléfono celular en medios coloquiales (más que sociales) de interacción. En muchos sentidos, esta forma de interacción digitalizada permitió darle la vuelta a la gran maquinaria mediática y sus epígonos. No es un cambio menor, pero, OJO; tampoco es ninguna panacea.

5.      Quizás lo más importante de este proceso es que cada vez resulta más evidente la toma de conciencia y la maduración de una cultura política—deliberativa y argumentativa, aunque todavía en ciernes—si no en la gran mayoría de los mexicanos, sí en porciones y grupos cada vez más significativos. Quienes han tenido el privilegio de asistir a una preparatoria y a la Universidad tienen una verdadera responsabilidad en el sentido de tratar de extender lo más posible los beneficios de una inteligencia crítica sobre todo entre quienes todavía dependen de lo que diga el cura o la pantalla.

6.      Al no haber mayorías contundentes—ni relativas ni absolutas—el campo de relaciones políticas exige como nunca la política del consenso, del acuerdo, de la verdadera comunicación política entre actores partidistas, sociedad civil y medios de información. Cada vez se hace más necesaria la lógica del mutuo entendimiento, es decir, de la clarificación de aquellos temas y términos que reconoceríamos como comunes y sobre los cuales tendríamos que trabajar en conjunto los tres poderes, los órganos constitucionales autónomos y la sociedad civil organizada: desde los problemas ambientales y de agua, hasta el reconocimiento de la pobreza (algo que el PAN jamás entendió), pasando por la educación y la redistribución del ingreso.

7.      Dada la actual conformación del Congreso, una de las primeras tareas fundamentales de los grupos progresistas—comenzando por la parte más rescatable del #YoSoy132—será de la impulsar en el Legislativo una agenda temática que incluya esos y otros rubros; pero sin duda, de lo primero que hay que atacar es la reconfiguración de la industria mexicana de radio y televisión para desconcentrarla, abrirla a una legítima competencia y al fortalecimiento de los medios de interés público. Esto me parece más factible y viable para poner en práctica la democracia y obligar al Ejecutivo a sentarse a dialogar, que andar marchando por las calles.