Si todavía queda algún lector, le o les envío muchos saludos. Abandoné este espacio por razones de trabajo. Lo retomo ahora.
Soy de los que voté en contra de la continuidad de un sistema que estos últimos seis años no hizo sino agudizar las contradicciones que venimos arrastrando desde finales de la década de 1980. Para decirlo sucintamente: somos la décimo quinta economía del mundo, pero en materia de desigualdad e inequidad, de distribución social de la riqueza, de servicios de educación y salud, de cuidado del medio ambiente y de derechos humanos estamos por los suelos.
Es probable que una de las razones por las que ganó Andrés Manuel López Obrador sea que prometió revertir estas contradicciones. Pero quizás más importante es cómo lo hizo. Hay una parte del discurso político que no se ha analizado con detenimiento. Esto que presento es un esbozo:
El cambio político y la política del cambio
Felipe López Veneroni
A menos que ocurra un estropicio, el 1 de diciembre asumirá
la Presidencia de la República Andrés Manuel López Obrador. Para muchos de sus
seguidores culmina un largo peregrinar de más de 12 años, en el que por fin se
le hizo justicia a quien, desde su punto de vista, ganó el proceso electoral de
2006 pero fue víctima de fraude y que, desde el 2000, había sido víctima de
acoso político y de toda suerte de violencia simbólica. La llegada del Peje a
Palacio Nacional equivale a la reivindicación histórica del único político
profesional que se atrevió a cuestionar el modelo de desarrollo neoliberal y
denunciar sus inequidades, la corrupción que trajo consigo y la caída de la
República en beneficio de los intereses privados de un grupo de empresarios.
Para quienes se oponen a López Obrador es el paso definitivo
hacia el abismo: retrocederemos 4 ó 5 décadas hacia las viejas prácticas del
control unipersonal del poder, el autoritarismo, las decisiones discrecionales,
el populismo y, como consecuencia inevitable, la crisis económica. De hecho no
ha faltado quien, en este largo y especialmente tenso proceso de espera, ya
advierte los primeros barruntos de aquel ciclo económico en el que, con cada
cambio de gobierno, la incertidumbre que acompañaba un nuevo estilo personal de
gobernar traía consigo la devaluación del peso, la fuga de capitales y el pasmo
de los inversionistas—nacionales y extranjeros—quienes permanecían en los
márgenes del mercado, sin atreverse a participar.
Haciendo eco de Heráclito y su concepto del panta rei (el eterno fluir de las cosas,
su cambio permanente), México ha dado un giro respecto de un pasado inmediato
para asomarse, con trepidación o con entusiasmo, a un futuro incierto. Como en
todo proceso de cambio las cosas aparecen nebulosas, contradictorias e
impredecibles.
Para quienes auguran el regreso a un pasado todavía peor del
que acabamos de dejar, sólo queda una cosa: adaptarse a la tormenta, resistir
lo mejor posible y esperar a que la propia inercia destructiva de lo que está
por venir eventualmente reestablezca un clima más benigno. Para quienes auguran
el despertar de una nueva etapa socialmente más justa y el regreso de un Estado
genuinamente representativo de los intereses de la población, sólo hay una
opción: sumarse al proceso de cambio y colaborar con todas las iniciativas que
apuntalen la transformación del país, independientemente de si éstas se ajustan
o no al marco de una legalidad que perciben como rígida y constrictiva.
Hay lugar, desde luego, para un tercer grupo: el de los
escépticos, es decir, de aquellos que en vez de adoptar una postura enteramente
catastrofista o triunfalista, tratan de tomar cierta distancia y suspenden los
juicios definitivos en relación a cómo se desenvolverán los acontecimientos.
Dentro de este grupo prevalece la percepción que todo proceso de cambio implica
ajustes sobre los que nadie tiene un control absoluto; que los actores que
protagonizan la transformación rara vez constituyen un bloque homogéneo y que
no todos entienden de la misma manera lo que significa modificar la estructura
del poder.
Sin embargo, se reconoce que era imperativo cambiar esa
estructura; que las cosas no podían permanecer igual y que eran insostenibles
las contradicciones de un sistema que favorecía a un pequeño sector de la
población mientras que el resto, es decir, la gran mayoría, permanecía al
margen de los beneficios económicos, culturales e incluso políticos. Si algo
valida el cambio político es, precisamente, la necesidad de ampliar el margen
de representación política de quienes se han sentido marginados tanto de la
toma de decisiones (ni se les ve ni se les escucha), como de los efectos de las
políticas acordadas en círculos de poder cada vez más abstractos, más lejanos y
más impenetrables.
Así, por ejemplo, aquel Pacto por México, que se llevó a
cabo a puertas cerradas y sin claridad sobre lo que acordó y quiénes
participaron en el acuerdo, se tradujo en una serie de reformas estructurales
cuyas consecuencias—imprevistas o indeseadas—tuvieron un efecto negativo en el
bienestar colectivo, aun cuando desde un punto de vista técnico ayudaran a
“sanear” la economía. La pregunta que muchos se hicieron es ¿de qué nos sirve
una economía sana que es incapaz de beneficiar al grueso de la población?
No queda claro que el nuevo gobierno vaya a modificar
radicalmente las políticas económicas (de hecho ya se han hecho afirmaciones
que contradicen varias de las promesas de campaña de López Obrador, como
revertir los aumentos al precio de las gasolinas), ni tampoco se garantiza que
aquellas políticas que sí serán distintas realmente beneficien a la mayoría. Se
trata, sin duda, de un delicado juego de equilibrios en el que habrá que
conservar muchas cosas para transformar otras y en el que habrá que
contemporizar las expectativas radicales de cambio con las resistencias a éste.
En donde sí se advierte un cambio es en modo de hacer
política, es decir, en esa práctica de acercamiento a la gente en la que López
Obrador, a querer o no, ha mostrado una diligencia notable. Sus opositores
señalan que este acercamiento popular, que incluye el recurso de las consultas,
es un recurso populista y demagógico que se sustenta en la ilegalidad. Y tal
vez tengan razón. Pero lo que no advierten es que por primera vez en décadas ese
amplio sector de la población que se ha sentido ignorado, olvidado y maginado,
encuentra en un actor político una conexión de sentido que se había roto desde
la década de 1980. Si alguna virtud tiene López Obrador es precisamente la de
haber devuelto a una amplia población su carácter de interlocutor activo, es decir, de ser el sujeto pensado y el sujeto
real de la acción política.
Demagógica o no, populista o no, la política del cambio que
promueve López Obrador se basa en algo que ha olvidado o simplemente pasado por
alto la clase política institucional: convertir al “pueblo”, ese sujeto
abstracto en el que caben todos, en alguien a quien se habla. Para muchos es
ahí donde radican los ecos chavistas, castristas o incluso peronistas de López
Obrador. Tal vez.
Pero también resuena algo de ese pensamiento filosófico de
Martin Buber, sin el cual no se puede hacer realmente política: “Vivir
significa ser alguien a quien se dirige la palabra”[1]. Y cuando menos como ilusión, esa ha sido
quizás el cambio central en el modo de hacer política de López Obrador. Más que
dirigirse a los mercados, más que dirigirse a los empresarios o a otras fuerzas
políticas, el Peje ha sabido hacer del electorado el interlocutor de su
discurso político, el sujeto al que se le habla y, acaso por extensión, el
sujeto por el que él habla.
No sé si esto sea suficiente para pensar en un verdadero
cambio, en ese sentido estructural y técnico al que se suelen referir los especialistas
en economía, derecho y administración pública. Pero sí es un cambio en un
sentido político. Muy probablemente el nuevo gobierno incurra en muchas
equivocaciones y yerros. Pero ha sabido devolver a ese “otro” de la política,
es decir, al gobernado, un lugar que se le había negado por décadas. Y si las
cosas no cambian abruptamente de aquí a fin de semana, este 1 de diciembre
veremos, por primera vez en muchos años, una verdadera verbena popular. Se
trata, al menos inicialmente, del júbilo de quienes nuevamente sienten que
tienen un lugar.
oooOooo