Para una crítica semántica de la globalización:
el referente impreciso de un fenómeno antropológico
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Felipe López Veneroni
I
Muy buenas tardes. Agradezco a mis colegas de la Facultad de Estudios Superiores de Acatlán y a sus autoridades, la enorme gentileza de invitarme a dialogar con ustedes. Les agradezco también a ustedes que estén dispuestos a escuchar algunas ideas sobre las que he trabajado ya algunos años y que permanecen en el horizonte de los debates académicos, políticos e intelectuales. La idea es ofrecerles a ustedes una perspectiva crítica del concepto globalización, en torno del cual gravitan muchas de las formas discursivas contemporáneas y que, de hecho, para algunos constituye el referente que indica el fin de la Modernidad y el inicio de la llamada Post-Modernidad.
Subrayo que mi tema no es, en sí mismo, la globalización sino lo que llamo una crítica semántica al concepto de globalización, en otras palabras, antes de discutir sobre las posibles virtudes o defectos de la globalización, lanzar la pregunta—me parece que es un principio epistemológico legítimo—en el sentido de ¿a qué nos referimos cuando empleamos dicho concepto? ¿Qué es lo que la palabra globalización designa o representa? ¿Estamos ante la presencia de una realidad empírica tan novedosa, singular y distinta que amerita reemplazar antiguos conceptos análogos, como los de colonialismo o imperialismo, por este nuevo signo que denominamos globalización?
Para aquellos de persuasión empírico coyuntural la pregunta podrá parecer ociosa. ¿Qué caso tiene discutir el término si ya está convencionalmente aceptado en el imaginario colectivo? Sin embargo, incluso para aquellos de persuasión empírico-analítica (es decir, el llamado positivismo lógico o filosofía analítica), como para quienes trabajan desde vertientes dialécticas, como la teoría crítica, la fenomenología hermenéutica, la semiótica estructural o la teoría de la acción, este ejercicio se convierte en una condición indispensable del pensamiento científico, es decir, del pensamiento crítico, en virtud de que nada hay más peligroso que las trampas del lenguaje o, para seguirle la pista a Wittgenstein, esos juegos del lenguaje que buscan ser imágenes de los hechos.
En efecto ¿a qué hechos nos referimos cuando empleamos el vocablo globalización? ¿Qué tanto este vocablo no permite designar y significar una realidad particular o, por el contrario, qué tanto nos oculta y nos envuelve esa realidad en una suerte de espejismo que parece decir mucho pero que, en realidad, no dice nada o, en el mejor de los casos, no dice nada nuevo?
La pregunta es pertinente y legítima porque toda disciplina científica sabe que lo más importante de su trabajo, sea éste empírico o puramente analítico, es generar la semántica y la sintaxis adecuadas, novedosas y lo más precisas posibles precisamente para designar la realidad y referirnos a ella en el marco de lo que puede definirse como un mutuo entendimiento. Uno de los objetivos del pensamiento científico, a la par de generar nuevo conocimiento, es el de ir limpiando las distorsiones e imprecisiones inevitablemente presentes en el lenguaje que, atención comunicólogos, ha sido y sigue siendo el “medio” de comunicación ontológico por excelencia.
Si ustedes recuerdan, no era otro el objetivo de Sócrates al que nos remiten los diálogos de Platón: cuestionar—de un modo que llamaríamos hermenéuticamente—los conceptos y los términos presentes, pero no suficientemente examinados, en las proposiciones, afirmaciones o argumentos de los interlocutores. Muy lejos estoy siquiera de plantear nada por el estilo, pero sí tomo la referencia platónico-socrática como un principio o guía que todos deberíamos seguir antes de arrojarnos al ruedo del debate académico (y que ojalá también siguieran aquellos que gustan de arrojarse al ruedo del debate político o aun del debate callejero).
Debo señalar, por otra parte, que no es la primera vez que toco el tema del significado de la globalización. Mis primeras aproximaciones comenzaron hace aproximadamente dos décadas, cuando realizaba estudios de posgrado en un campo de concentración británico que algunos de ustedes conocen como Cambridge. Hago la referencia porque justo cuando inicié mis cursos, en el otoño de 1989, estaban sucediendo una serie de acontecimientos, en México y en el mundo, que parecían trastocar un orden aparentemente inmutable. Hago referencia a ellos para contextualizar la naturaleza de la pregunta.
En México la oposición comenzaba a ganar posiciones políticas de importancia y, de hecho, el PRI se había ya resquebrajado, perdiendo su hegemonía no sólo política, sino también intelectual. Luego de la muerte de Jesús Reyes Heroles, el gran ideólogo del México moderno, la elite pensante que estaba más o menos asociada con ese partido se desbandó. No sé si para bien o para mal, pero lo cierto es que aquella estructura sólida, imponente e invencible fue perdiendo terreno en la medida en que la sociedad civil y la oposición parecían irlo ganando. Pero también, en la medida en que cada vez los gobiernos mexicanos dependían de las directrices que el Banco Mundial, Naciones Unidas y el Fondo Monetario Internacional imponían, a fin de facilitar el acceso a recursos financieros. Y ya aquí hay una primera pista de lo que algunos entienden por globalización.
Esto que acontecía en México de alguna manera expresaba un fenómeno muy complejo e interesante en el resto del mundo. Polonia, por ejemplo, fue de los primeros países de Europa del este que se enfrentó exitosamente al poderío de la Unión Soviética y del Partido Comunista local, a través de un movimiento paradójicamente proletario, encabezado por Lech Walesa y con la ayuda del entonces Papa Woityla y de toda la Iglesia Católica (que si queremos hablar de globalización ahí hay otra pista: la hegemonía del catolicismo sobre el mundo occidental los últimos dos siglos).
A Polonia, habrían de seguir en rápida sucesión Alemania oriental, Checoslovakia (que acabó dividiéndose en dos), Hungría y Rumanía hasta llegar al núcleo mismo que las había mantenido aglutinadas en una sola estructura de poder: la Unión Soviética. Gorbachev, el entonces Prémier soviético, prácticamente decretó la desaparición de la URSS ante la insostenibilidad económica, financiera y militar que representaba aquel conjunto de naciones parapetadas detrás de la cortina de hierro.
Me tocó vivir relativamente de cerca la euforia europea por la caída del muro de Berlín, pero también una suerte de euforia intelectual que habría de expresarse en dos sentidos: el repliegue intelectual del marxismo que, aunque crítico de la URSS, seguía sosteniendo la inevitable caída del el capitalismo y el surgimiento de una corriente apologética del racionalismo económico occidental que, no sin cierta ligereza, declaró el
Fin de la Historia[1] y, en cierto sentido, el fin de las ideologías y de la lucha de clases.
Este sector apologético sostenía que con la caída del socialismo soviético, sobrevendría, por fin, un tsunami democrático en todo el mundo (Huntington y su choque de las civilizaciones) que, además, se apoyaría en el desarrollo tecnológico sobre todo en el campo de las telecomunicaciones y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Frente a nosotros se extendía, libre de obstáculos, la supercarretera de la información que habría de transformar a la sociedad de consumo en la sociedad de la información y el conocimiento.
Al superarse las amenazas de la guerra fría, los gastos excesivos de los presupuestos militares podrían dedicarse a la salud, la educación y la cultura. Todo parecía prometer que, poco a poco, las fronteras geográficas y económicas se irían diluyendo —¿no firmó México un maravilloso tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá y otro con los países de la cuenca del Pacífico?—y que el mundo, por fin racionalizado más allá de los enfrentamientos ideológicos habría de alcanzar una suerte de plenitud global en la que todos nos reconoceríamos como ocupantes del mismo Planeta.
Han pasado poco más de 20 años de aquellas oberturas y la impresión que tengo es que hoy, por el contrario, el mundo se encuentra cada día más fragmentado, más desarticulado y más encerrado en regionalismos y nacionalismos—de botepronto pienso simplemente en Israel y Palestina, en el país Vasco y las comunidades españolas, en la lucha por el respeto a los usos y costumbres de las comunidades originarias de México y América, en el desplazamiento del Tíbet y de cientos de pueblos africanos—que hacen sumamente complejo y problemático el diálogo intra e intercultural.
Cierto, hoy contamos con la Internet y con múltiples redes de conectividad llamadas sociales. Y no falta quien vea en éstas el origen de los movimientos de liberación árabe o de la indignación europea ante la crisis del modelo económico que impera en esa región del mundo. Pero tampoco habría que olvidar que hace poco nació el ser humano que elevó la cifra de habitantes del planeta a 7 mil millones. Pues bien, de esos habitantes ¿cuántos tienen acceso a la Internet? ¿Cuántos a las redes sociales? Si mis datos no están mal, se calcula que es apenas una tercera parte de la población mundial, es decir, poco menos de mil 800 millones. A mi leal entender, una globalización que excluye a más del 70% de la población mundial no es, exactamente, globalización.
II
Antes que un fenómeno propiamente dicho, la globalización busca ser un concepto por el cual queremos o creemos designar una realidad determinada. Como todo término que busca constituirse en un referente conceptual legítimo, es prudente someterlo primero a una crítica lógico-estructural—es decir, semántica y semiológica—y analítico-interpretativa—es decir, hermenéutica—de tal suerte que podamos calibrar su origen, su alcance y su utilidad. No sería la primera vez que al utilizar un término no examinado críticamente, acabemos por ocultar, más que aclarar, la realidad a la que nos queremos referir.
Someter un concepto a la crítica lógico estructural, por ejemplo, supone analizar la relación semántica que guarda el significante—en esta caso, el término globalización—con el significado, es decir, con aquello que representa: el fenómeno, proceso, acción o entidad de la globalización. Esto implica, en principio, cómo se constituye el significante, es decir, el término que se utiliza para representar algo. En el caso de las palabras comunes y corrientes, propias del lenguaje ordinario, esta operación es relativamente compleja: nadie puede precisar quién, cuándo o cómo se constituyó el significante “perro” para referirse al cuadrúpedo canino, mamífero, domesticable, omnívoro que todos conocemos. Pero el caso de los conceptos
científicos es distinto. En la medida en que éstos buscan alcanzar un grado de precisión o claridad que, precisamente, los distingue del lenguaje ordinario, los científicos o filósofos procuran dejar su impronta en los diferentes conceptos que acuñan y que de hecho relacionamos con ellos.
En este sentido, llama la atención, de entrada, la relativa docilidad con la que este término se ha ido introduciendo en el discurso académico y la ligereza con la que algunos investigadores lo emplean para referirse a una realidad o a un conjunto de procesos relativamente objetivos que, sin embargo, vistos desde la lente de la historia, anteceden por mucho la aparición del término. En seguida, también llama la atención su falta de abolengo epistemológico. A diferencia de Carisma, Racionalidad Instrumental, Industria Cultural de Masas, Lebenswelt o Formas Simbólicas, conceptos todos cuyo origen puede ser rastreado históricamente a un pensador o grupo de pensadores que los acuñaron en relación a un determinado campo problemático, el vocablo globalización se pierde en un pasado relativamente oscuro o, cuando menos, impreciso, por lo que resulta difícil determinar con exactitud crítica qué quiere decir, a qué se refiere y en qué sentido fue acuñado.
El antecedente más remoto que yo recuerde de este término es la figura de la Aldea Global, introducida al léxico de la ciencias de la comunicación por Marshall McLuhan
, en los años de 1960, cuando hizo alusión al “achicamiento” del mundo gracias a las nuevas tecnologías de la información que, ya desde entonces, mostraban un potencial prometedor en cuanto a reducir los tiempos de transmisión de señales, a la vez que aumentaban su capacidad de cobertura. Al margen de las muchas críticas a la obra de McLuhan
, su autoría del concepto no me acaba de convencer por dos razones:
Porque nunca lo trabajó conceptualmente como tal, es decir, lo utilizó más como un recurso metafórico cuyo sentido ya se puede advertir en la obra de Jorge Luis Borges,
El Aleph, de 1941
, que como un elemento claramente definido dentro de su cuerpo teórico.
Porque McLuhan, acaso inadvertidamente, se sirvió de conceptos ya trabajados y desarrollados por otros teóricos sin que, hasta donde yo sepa, les haya dado el crédito correspondiente
.
Por otra parte, en un sentido crítico, también podría decirse que ya desde la década de los años 30 es Trotsky quien, tomando el concepto de “revolución permanente”, de Karl Marx (c.1850), redefine el término en un sentido muy cercano al de globalización, es decir, al desarrollar la idea de la revolución permanente como la expresión total de los intereses de la clase obrera, mismos que no podrían realizarse sino hasta que la lucha del proletariado se extendiera a todo el mundo. Y puestos en ese camino ¿no hablaba ya Lenin de Imperialismo?, o los sociólogos y antropólogos del Colonialismo? ¿Qué distinguiría la globalización, por ejemplo, del Imperialismo o del Colonialismo?
Si he de ser franco, tengo la impresión que al hablar de globalización estamos hablando de un fenómeno que comenzó mucho antes de la llamada Aldea Global, es decir, desde hace aproximadamente unos 250 mil años, cuando los primeros homínidos dejaron el continente africano y se esparcieron gradualmente por todo el mundo. La globalización existe desde que el hombre se constituye en grupos que poco a poco superan las limitaciones naturales de la geografía y empiezan a construir eso que llamamos cultura. Somos, antropológica y ontológicamente, irremediablemente globales (hacer referencia a la película Matrix y el interrogatorio a Morfeus).
Más aún: no es la nuestra la primera ni la única representación de la idea de globalidad en la historia de la humanidad. No recuerdo exactamente cuándo se escribió el antiguo testamento, pero ¿no se hablaba ya de una suerte de una globalización pan-humanista, en la que todos nos podíamos entender al hablar un mismo lenguaje? ¿Y no se menciona que fue precisamente la soberbia de ese pan-humanismo lo que nos llevó a edificar una torre—no del todo distinta a las antiguas Torres Gemelas de Nueva York—para subir al cielo y hablar cara a cara con Dios?
Al parecer, sin embargo, Dios no es muy dado al diálogo público y antes que pudiéramos cumplir nuestro cometido hizo derribar la torre de Babel y, al hacerlo, nos castigó fragmentando el don del habla en cientos de lenguas diversas para que no pudiéramos entendernos. Esto quiere decir, cuando menos, dos cosas: que antes de Babel vivíamos una suerte de primera globalización lingüística que nos identificaba y homogeneizaba dentro de un mismo marco de referencia cultural y que, al querer castigarnos, en realidad Dios nos premió con la diversidad del habla, con la que pudo florecer la pluralidad cultural.
No es tampoco casual que ya desde la antigua Grecia se tuviera la noción de Pan Gea: esta enorme masa continental en la que todas las geografías estaban unidas y el hombre mismo florecía bajo la égida de una sola cultura, la Atlántida. Los antiguos romanos, que vaya que hicieron hasta lo imposible para expandir globalmente su cultura y su lengua, acuñaron la frase que hoy utiliza el Papa en la célebre oración Urbi e Orbi, es decir, que lo sepa la ciudad (Roma) y el Mundo entero.
Podemos seguir con múltiples ejemplos: la cristianización de Europa y de algunas zonas de Oriente medio es otro ejemplo de globalización, sólo contrarrestado por el intento del Islam de hacer lo mismo. ¿Cómo olvidar que Carlos V se jactara que en su Imperio el Sol nunca se ponía, o bien, el que el inglés sea hoy la lengua más extendida en el mundo se deba, en buena medida, al desarrollo primero del Imperio Británico y, después, a la expansión de los Estados Unidos?
Entonces ¿qué tan nuevo es eso de la globalización? Pensemos un momento en términos culinarios, esa otra expresión de la cultura que muchas veces nos dice más de una sociedad que los datos empíricos. Por ejemplo, el espagueti, uno de los platillos más tradicionales y típicamente italianos, está elaborado con dos ingredientes que provienen de otras partes del mundo: la pasta, que llega a Italia gracias a los viajes de Marco Polo a China en el siglo XIV y el jitomate, que es un producto americano que el europeo medio no conoció sino después del Siglo XVI. Los españoles, a su vez, nos presumen como típica merienda los churros con chocolate. Otra vez: los churros son una herencia de la cultura árabe—que estuvo 700 años en tierras castizas—y el chocolate proviene de américa y, al igual que el jitomate, es un vocablo náhuatl. Nada más irónico que escuchar a un inglés proclamar el Chutney como típicamente británico cuando es un platillo de la India, o bien, que nuestros amigos de Hidalgo vean los pastís como suyos, cuando en realidad son una herencia de los mineros galeses que llegaron a esas tierras a finales del Siglo XIX y principios del XX.
¿No nos indica ya eso que el cruce de culturas, los encuentros y desencuentros y las influencias de unas sobre otras, tienen ya una historicidad muy anterior al fenómeno que hoy nos deslumbra y llamamos globalización?
III
Partiendo de una lógica elemental de los signos, es decir, de una semiótica, habría que reconocer algo fundamental. Ningún signo—y las palabras son, ante todo, signos—se construye a partir de un sustancialismo inmanente, sino, por el contrario, a partir de un sistema de oposiciones binaras. Me explico: nuestras palabras, nuestros signos, no hacen referencia a cosas o entidades cuyos atributos y características sean evidentes en sí mismos o por sí mismos. Más bien, comienzan a adquirir sentido en la medida en que expresan una tensión semántica con su opuesto dialéctico.
Hablar de tiempo, presupone su contrario dialéctico, es decir, su opuesto: la eternidad. Hablar de espacio, presupone la idea de infinito. Lo mismo ocurre con lo femenino, que no se puede entender sino lo masculino, la noche sin el día, la vida sin la muerte o lo cocido sin lo crudo. Si alguna contribución hizo de Saussure y después continuó la semiótica estructuralista a la lógica científica, fue explicitar ese mecanismo dual, dialéctico, que está necesariamente presente—aunque no lo advirtamos—en cada cosa que decimos.
El chiste del pensamiento científico, es decir, del pensamiento crítico, es traer a la superficie este sistema de oposiciones binarias que subyace sedimentado en la arqueología misma de las palabras y que es necesario comprender para clarificar los alcances y, con ello, los límites de su capacidad de designación y todo lo que ésta trae consigo. No en balde decía Wittgenstein que “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. Cuando menos, agregaría impúdicamente yo, de los límites comunicables de mi mundo.
Desde una perspectiva crítica, antes que hablar de globalización como un Fait accompli habría que comenzar por plantear una teoría de la globalización; y construir una teoría de la globalización implicaría retomar el concepto en términos de la tensión dinámica que establece en la oposición binaria respecto de su contrario dialéctico, es decir, lo local. Una teoría de la globalización comenzaría, entonces, por un reconocimiento justamente de aquello que se le opone o, si se prefiere, de aquello que la distingue.
Cuando hago referencia a la idea de tensión dinámica no me refiero a ese sofismo que nos diría que todo lo global es lo no-local y todo lo local es lo no-global, sino a la idea dialéctica que al ir elaborando un concepto, tenemos que ubicar su posición y marcar su trayectoria en términos de un sistema de relaciones ideales, sólo dentro del cual adquiría sentido. Y en este sistema de relaciones a cada punto se contrapone otro que nos va acercando, poco a poco, a la idea que queremos construir.
Si existe tal cosa como la globalización, es porque también existe algo que se opone y se mide contra ella: la resistencia local o, como lo he llamado en un trabajo anterior, resistencia cultural. Entre más parece avanzar el mundo hacia un mismo ideal político, hacia un mismo patrón económico y hacia una suerte de homogenización cultural, más brotan o emergen esos contrarios que expresan la tensión dinámica dentro de la cual debe valorarse el concepto.
Me remito a un hecho empírico bastante notable. Cuando México, hacia 1993, 94, firmaba el Tratado de Libre Comercio y se afiliaba a la OCDE, como una suerte de legitimación de nuestra modernidad occidental (es decir, el país se colocaba dentro de los parámetros legítimos a partir de los cuales se determina el grado de desarrollo y de visibilidad internacional), surge el movimiento zapatista reclamando justamente lo contrario: el respeto a la autodeterminación y autogestión de las comunidades indígenas originarias de la región chiapaneca y cuyo reclamo esencial es, junto con la tierra, el reconocimiento de su lengua. Es decir, justamente cuando México—o eso que creemos es México—entraba de lleno al sistema de referencias financieras, comerciales y políticas del mundo Occidental (o primer mundo), aparecen esos otros “Méxicos” de los cuales o no teníamos noticia o habíamos preferido ignorar.
A su vez, pensemos en lo que está ocurriendo hoy en el mundo, tanto en términos políticos—el movimiento de los llamados indignados—como en términos económicos: el resquebrajamiento de esa utopía quasi global que es la Eurozona. Nuevamente, ambos expresan y se expresan como tensión dinámica contraria a lo que los sistemas formales quisieran imponer como modelo general de control político o económico. En realidad, al hablar de globalización estamos hablando de un proceso de carácter histórico por el cual ciertos grupos o sectores culturales han querido imponer modelos de dominación a gran escala y de las formas de resistencia social que han rechazado esa pretensión, generándose como consecuencia lo que podríamos definir como síntesis o sincretismos culturales de la más diversa índole. La modernidad, es decir, nuestra modernidad no es la excepción.
No es otra cosa a la que se refiere Jürgen Habermas cuando, en ese excepcional ejercicio de síntesis argumentativa que constituye el Discurso filosófico de la modernidad, recupera la idea de mediación dialógica como uno de los puntos centrales para entender el cambio histórico. Precisamente su idea de entender el mundo moderno como esa oposición dinámica entre Sistema—que, en efecto, busca la homogenización y la unidad con base en ciertos patrones de regularidad—y Mundo de Vida—la esfera de la acción intersubjetiva, que busca mantener su autonomía relativa respecto del poder—nos acerca a un entendimiento más crítico de cómo podríamos concebir la globalización.
Si a finales de los años 30 del siglo pasado, Horkheimer y Adorno publicaron la Dialéctica del Iluminismo, que en esencia es una crítica a la modernidad, quizás ahora es tiempo de desarrollar una Dialéctica de la Globalización. Hablaríamos de una teoría que no puede pensarse al margen de la diversidad cultural e ideológica que se resiste a la desnaturalización del mundo. De una teoría capaz de expresar la tensión dinámica entre una pulsión histórica de dominio y una rebeldía, también histórica, que ha logrado mantener viva la idea de autonomía y libertad.
Concluyo con una idea que expresé hace algunos años, pero que creo no ha perdido del todo su vigencia:
No se puede conceptualizar el
sentido y la
forma de la globalización desde afuera de la historia, ni tampoco al margen de las formas objetivas de organización colectiva, de los sistemas de representación e intercambio simbólicos (antropológicos). El problema de la globalización no es nuevo. Nace de y se refiere a la historia y a la teoría política y social en general. Abarca lo mismo a la economía que a la política, a la antropología que a la lingüística. El sólo desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación no garantiza nada. Los medios son medios. Lo mismo los puede usar la Coca Cola para universalizar su bebida como símbolo fatuo de la modernidad industrial (sin que esto quiera decir que quienes la consumen pierdan su identidad cultural), que los líderes de la insurgencia zapatista para plantear precisamente lo contrario a la globalización, es decir, el reconocimiento a la autonomía de las culturas regionales y de la diversidad (sin que esto signifique vivir en el aislamiento o la desconexión del resto del país o aun del resto del mundo)
.
Comencemos pues a construir una teoría de la globalización a partir de una crítica al concepto mismo de globalización.
Muchas gracias.
Otoño de 2011.