miércoles, 16 de enero de 2019

 Algo sobre la Cartilla Moral, de Alfonso Reyes

1. El contexto. 1944. La Segunda Guerra Mundial. Se van haciendo del conocimiento público los horrores de los campos de concentración en Europa y de las marchas de la muerte en Oriente. ¿Cómo es posible que la humanidad, en pleno siglo XX y a la luz de los avances en las ciencias y la tecnología, haya caído presa de fanfarrones y charlatanes como Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Francisco Franco o el propio Jospeh Stalin? ¿Cómo es posible que comunidades enteras, con educación y relativo bienestar, hayan aceptado los argumentos irracionales de la superioridad racial, el espacio vital, la limpieza étnica?

2. El texto. En México, el secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet (de esa estirpe que ya no hay) y quien luego sería Director General de la recientemente creada UNESCO, propone la hipótesis que esa aceptación ciega de pueblos tan "educados" como el alemán, el italiano o el japonés, se debe, entre otras cosas, a la pérdida de valores humanísticos, a la falta de empatía con la otredad, a la pérdida de la idea misma de comunidad. Encarga, entonces, a don Alfonso Reyes--uno de los escritores e intelectuales mexicanos más ilustres y agudos--que redacte un breve texto para que los niños y los jóvenes mexicanos reflexionen sobre valores como la vida en sociedad, la tolerancia, el respeto, el diálogo y la armonía social.

3. El argumento. Reyes (que no fue el único* a quien se encargó un trabajo de esta naturaleza) redacta lo que hoy conocemos como Cartilla Moral. Reyes--quien nació en 1889, murió en 1959 y vivió en carne propia y en la de su padre [el general Bernardo Reyes] los horrores de la Revolución de 1910--redacta un texto que hoy conocemos como la Cartilla Moral. Entre otras cosas, Reyes enlistó las cualidades de lo que debía de ser un individuo y un político virtuoso: la rectitud y honestidad, la justicia y la educación, el amor y la felicidad, y la convicción de crear un mejor país.

4. El decurso. El texto no fue publicado. Cambios políticos pospusieron el proyecto y fue Reyes quien, motu proprio, lo publicó poco antes de su muerte. Mucho tiempo después, Carlos Salinas de Gortari pidió a José Luis Martínez--gran académico y amigo y estudioso de la obra de Reyes--que la actualizara para que fuera publicada por la SEP, cuyo titular en ese entonces era Ernesto Zedillo.

La idea de una cartilla moral no es la de un texto de lectura obligatoria. Ni la moral ni la ética tienen que ver con la obligatoriedad jurisdiccional. No son leyes. Que la lea quien quiera. Hasta donde tengo entendido, no se perseguirá a quien no lo haga. Pero sólo por leer la prosa elegante y precisa de Reyes (aunque no se esté del todo de acuerdo con su contenido), vale la pena.

En efecto: era otro México, eran otros tiempos, pero el riesgo de la irracionalidad pervive.
Lo demás, con el debido respeto, es puro argüende.
______________
*Puedo decir, con orgullo, que a mi padre, que a la sazón era jefe del departamento de educación secundaria de la SEP, Torres Bodet le encomendó algunos textos al respecto. Mi pare escribió tres que tuvieron buena fortuna: Vida Cívica y Juventud; Economía Política y, sobre todo, Introducción a la Sociología, que editó Porrúa.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Roma

La trama en sí (lo que los semiólogos llaman "estructura superficial") no es nada del otro mundo. Se podría haber llamado como aquel otro clásico mexicano "Una familia de tantas".

Lo que es admirable es el minucioso trabajo de reconstrucción de época que logra Cuarón. Me tocó vivir ese México. Cuando el halconazo yo tenía 13 años. Pero mis circunstancias personales y familiares eran muy distintas: un solo hermano y padres permanentemente presentes. La nuestra era una vida marcada por la regularidad de lo previsible. La única vez que fui al mar con mis padres tenía dos años. En cambio hicimos muchos viajes a otras ciudades dentro y fuera del país.

Hay muchos detalles de la película (modas, canciones, camiones, coches) que disparan la evocación, aunque para mí, que vivía por otros rumbos, la Roma me parecía tan lejana y distante como el centro histórico. Sureño, los espacios que me tocó vivir en aquel entonces estaban poco transitados: calles empedradas, casonas coloniales (y otras tipo colonial) y parques. Era otra ciudad. La inseguridad no era tanta y se podía caminar prácticamente a todas horas sin mayores sobresaltos.

Creo que en Roma está tan bien lograda la ambientación en el tiempo que por momentos parece más un documental que una película de ficción. El recurso al blanco y negro amplifica el efecto memorioso. Los diálogos, las referencias visuales, los hechos históricos, la sensación todavía provinciana de la que ya era una gran ciudad, forman parte intrínseca de la narrativa y generan la ilusión, para quienes vivimos esos años pero también para quienes desconocen esa época, de estar ahí dentro.

Lo otro que narra la película, los avatares de una familia de clase media y, sobre todo, la centralidad cotidiana de una trabajadora doméstica que es mucho más que una empleada pero que jamás podrá ser parte de la familia, resulta más conmovedor. Gloria , mi esposa, con quien la vi, coincide. Me señala, con razón, que a principios de la década de 1970 el divorcio no era tan común en nuestra sociedad. Lo común eran las casas chicas, la "otra" familia, la duplicidad enmascarada por la hipocresía.

Por momentos me recordó dos textos de Fuentes: Las Buenas Conciencias y Las Dos Elenas. Sin misterios, sin suspensos, la narrativa atrapa y se sostiene. Toda reconstrucción histórica es una representación, una recreación, que nos revela tanto de lo que se ve como de quien lo ve. Siendo en buena medida autobiográfica, lo que la película nos ofrece es un punto de vista discreto de quien vivió esos años sin convertir la historia en una suerte de redención personal.

Vale la pena. Una ventana al pasado que se hace presente y que lo deja todo suspendido en una inquietante atemporalidad.

viernes, 30 de noviembre de 2018

El Cambio Político y la Política del Cambio (algo sobre el discurso político de AMLO)

 
 
Si todavía queda algún lector, le o les envío muchos saludos. Abandoné este espacio por razones de trabajo. Lo retomo ahora. 

Soy de los que voté en contra de la continuidad de un sistema que estos últimos seis años no hizo sino agudizar las contradicciones que venimos arrastrando desde finales de la década de 1980. Para decirlo sucintamente: somos la décimo quinta economía del mundo, pero en materia de desigualdad e inequidad, de distribución social de la riqueza, de servicios de educación y salud, de cuidado del medio ambiente y de derechos humanos estamos por los suelos.

Es probable que una de las razones por las que ganó Andrés Manuel López Obrador sea que prometió revertir estas contradicciones. Pero quizás más importante es cómo lo hizo. Hay una parte del discurso político que no se ha analizado con detenimiento. Esto que presento es un esbozo:
 
 
El cambio político y la política del cambio
Felipe López Veneroni
A menos que ocurra un estropicio, el 1 de diciembre asumirá la Presidencia de la República Andrés Manuel López Obrador. Para muchos de sus seguidores culmina un largo peregrinar de más de 12 años, en el que por fin se le hizo justicia a quien, desde su punto de vista, ganó el proceso electoral de 2006 pero fue víctima de fraude y que, desde el 2000, había sido víctima de acoso político y de toda suerte de violencia simbólica. La llegada del Peje a Palacio Nacional equivale a la reivindicación histórica del único político profesional que se atrevió a cuestionar el modelo de desarrollo neoliberal y denunciar sus inequidades, la corrupción que trajo consigo y la caída de la República en beneficio de los intereses privados de un grupo de empresarios.

Para quienes se oponen a López Obrador es el paso definitivo hacia el abismo: retrocederemos 4 ó 5 décadas hacia las viejas prácticas del control unipersonal del poder, el autoritarismo, las decisiones discrecionales, el populismo y, como consecuencia inevitable, la crisis económica. De hecho no ha faltado quien, en este largo y especialmente tenso proceso de espera, ya advierte los primeros barruntos de aquel ciclo económico en el que, con cada cambio de gobierno, la incertidumbre que acompañaba un nuevo estilo personal de gobernar traía consigo la devaluación del peso, la fuga de capitales y el pasmo de los inversionistas—nacionales y extranjeros—quienes permanecían en los márgenes del mercado, sin atreverse a participar.

Haciendo eco de Heráclito y su concepto del panta rei (el eterno fluir de las cosas, su cambio permanente), México ha dado un giro respecto de un pasado inmediato para asomarse, con trepidación o con entusiasmo, a un futuro incierto. Como en todo proceso de cambio las cosas aparecen nebulosas, contradictorias e impredecibles. 

Para quienes auguran el regreso a un pasado todavía peor del que acabamos de dejar, sólo queda una cosa: adaptarse a la tormenta, resistir lo mejor posible y esperar a que la propia inercia destructiva de lo que está por venir eventualmente reestablezca un clima más benigno. Para quienes auguran el despertar de una nueva etapa socialmente más justa y el regreso de un Estado genuinamente representativo de los intereses de la población, sólo hay una opción: sumarse al proceso de cambio y colaborar con todas las iniciativas que apuntalen la transformación del país, independientemente de si éstas se ajustan o no al marco de una legalidad que perciben como rígida y constrictiva. 

Hay lugar, desde luego, para un tercer grupo: el de los escépticos, es decir, de aquellos que en vez de adoptar una postura enteramente catastrofista o triunfalista, tratan de tomar cierta distancia y suspenden los juicios definitivos en relación a cómo se desenvolverán los acontecimientos. Dentro de este grupo prevalece la percepción que todo proceso de cambio implica ajustes sobre los que nadie tiene un control absoluto; que los actores que protagonizan la transformación rara vez constituyen un bloque homogéneo y que no todos entienden de la misma manera lo que significa modificar la estructura del poder.

Sin embargo, se reconoce que era imperativo cambiar esa estructura; que las cosas no podían permanecer igual y que eran insostenibles las contradicciones de un sistema que favorecía a un pequeño sector de la población mientras que el resto, es decir, la gran mayoría, permanecía al margen de los beneficios económicos, culturales e incluso políticos. Si algo valida el cambio político es, precisamente, la necesidad de ampliar el margen de representación política de quienes se han sentido marginados tanto de la toma de decisiones (ni se les ve ni se les escucha), como de los efectos de las políticas acordadas en círculos de poder cada vez más abstractos, más lejanos y más impenetrables.
Así, por ejemplo, aquel Pacto por México, que se llevó a cabo a puertas cerradas y sin claridad sobre lo que acordó y quiénes participaron en el acuerdo, se tradujo en una serie de reformas estructurales cuyas consecuencias—imprevistas o indeseadas—tuvieron un efecto negativo en el bienestar colectivo, aun cuando desde un punto de vista técnico ayudaran a “sanear” la economía. La pregunta que muchos se hicieron es ¿de qué nos sirve una economía sana que es incapaz de beneficiar al grueso de la población? 

No queda claro que el nuevo gobierno vaya a modificar radicalmente las políticas económicas (de hecho ya se han hecho afirmaciones que contradicen varias de las promesas de campaña de López Obrador, como revertir los aumentos al precio de las gasolinas), ni tampoco se garantiza que aquellas políticas que sí serán distintas realmente beneficien a la mayoría. Se trata, sin duda, de un delicado juego de equilibrios en el que habrá que conservar muchas cosas para transformar otras y en el que habrá que contemporizar las expectativas radicales de cambio con las resistencias a éste. 

En donde sí se advierte un cambio es en modo de hacer política, es decir, en esa práctica de acercamiento a la gente en la que López Obrador, a querer o no, ha mostrado una diligencia notable. Sus opositores señalan que este acercamiento popular, que incluye el recurso de las consultas, es un recurso populista y demagógico que se sustenta en la ilegalidad. Y tal vez tengan razón. Pero lo que no advierten es que por primera vez en décadas ese amplio sector de la población que se ha sentido ignorado, olvidado y maginado, encuentra en un actor político una conexión de sentido que se había roto desde la década de 1980. Si alguna virtud tiene López Obrador es precisamente la de haber devuelto a una amplia población su carácter de interlocutor activo, es decir, de ser el sujeto pensado y el sujeto real de la acción política.

Demagógica o no, populista o no, la política del cambio que promueve López Obrador se basa en algo que ha olvidado o simplemente pasado por alto la clase política institucional: convertir al “pueblo”, ese sujeto abstracto en el que caben todos, en alguien a quien se habla. Para muchos es ahí donde radican los ecos chavistas, castristas o incluso peronistas de López Obrador. Tal vez.
Pero también resuena algo de ese pensamiento filosófico de Martin Buber, sin el cual no se puede hacer realmente política: “Vivir significa ser alguien a quien se dirige la palabra”[1].  Y cuando menos como ilusión, esa ha sido quizás el cambio central en el modo de hacer política de López Obrador. Más que dirigirse a los mercados, más que dirigirse a los empresarios o a otras fuerzas políticas, el Peje ha sabido hacer del electorado el interlocutor de su discurso político, el sujeto al que se le habla y, acaso por extensión, el sujeto por el que él habla.

No sé si esto sea suficiente para pensar en un verdadero cambio, en ese sentido estructural y técnico al que se suelen referir los especialistas en economía, derecho y administración pública. Pero sí es un cambio en un sentido político. Muy probablemente el nuevo gobierno incurra en muchas equivocaciones y yerros. Pero ha sabido devolver a ese “otro” de la política, es decir, al gobernado, un lugar que se le había negado por décadas. Y si las cosas no cambian abruptamente de aquí a fin de semana, este 1 de diciembre veremos, por primera vez en muchos años, una verdadera verbena popular. Se trata, al menos inicialmente, del júbilo de quienes nuevamente sienten que tienen un lugar.
oooOooo





[1] Véase, Habermas, En la espiral de la tecnocracia, Trotta, P. 33.


martes, 10 de julio de 2012

Crisis Constitucional, crisis de identidad

Parecería que hemos llegado a un punto en el proceso electoral en el que se han diluido al mínimo las posibilidades de racionalizar críticamente sus resultados y su significado. No cabe duda que hay un conflicto. Lo que no queda tan claro—cuando menos para muchos—es la naturaleza del conflicto, sus alcances, sus implicaciones y, sobre todo, si hay voluntad de resolverlo de un modo en que se aclaren las dudas y cuestionamientos, sin que, a su vez, se deje de respetar el voto ciudadano.
     Para muchos de quienes están convencidos de que hubo fraude no habrá poder humano que los haga cambiar de opinión, aún si quien lo sostiene no es capaz de producir las pruebas jurídicamente válidas para demostrarlo, o bien, aun si el fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación desecha la acusación. De hecho, dentro de quienes están convencidos del fraude hay quienes ya han descalificado al TEPJF y al IFE y, al hacerlo, descalifican a los cientos de miles de ciudadanos que participaron en el proceso electoral, a los observadores nacionales e internacionales, a los representantes de los partidos que estuvieron en las casillas y siguieron todo el procedimiento y a los 32 millones de electores que no optaron por las izquierdas.
     Quienes no creen que haya habido fraude difícilmente saldrán a las calles a exigir que se reconozca el voto. Sea por abulia, por apatía o simplemente porque no les interesa tanto todo el proceso como para interrumpir sus actividades cotidianas, la famosa “mayoría silenciosa” lamentablemente suele asumir que, una vez cumplida con su obligación ciudadana—la de depositar el voto—no es de su incumbencia los cuestionamientos o críticas que otros hagan y que es problema de las instituciones resolver el asunto. En cierto sentido se asumen espectadores de un espectáculo que, estemos de acuerdo o no, les resulta tan distante como un debate legislativo o la polémica sobre los transgénicos.
    Quienes permanecen escépticos, es decir, que no necesariamente creen que hubo un fraude, pero que tampoco creen que el proceso electoral haya sido ejemplar y libre de constricciones meta legales, el problema es delimitar hasta dónde se debe prestar credibilidad a unos y a otros, hasta dónde involucrarse y, quizás lo más difícil, cómo contribuir para centrar una discusión que unos insisten en mantener dentro de los cauces formales que marca la legislación y que otros insisten en sacar a las calles.
     No creo que haya respuestas sencillas. Esto, más que un conflicto electoral (o además de) se expresa ya como un conflicto social, en el que una serie de reclamos de distinto origen encuentran convergencia en esa suerte de solidaridad colectiva de las marchas. Varios de estos reclamos tienen su origen en la profunda desigualdad económica y social que se ha agudizado en las últimas décadas y que, por primera vez en años, toca a la puerta de los sectores medios; otros, me parecen, tienen su origen en el hartazgo de una estructura mediática que, poco a poco, se ha ido apoderando del espacio público y monopolizando la esfera pública, es decir, ese campos de deliberación y argumentación que debería expresar pluralidad y diversidad.
     Los mismos rostros y las mismas voces se repitan una y otra vez, con el mismo discurso y el mismo tono, tanto en la prensa escrita, como en la radio y la televisión. Por todos lados vemos los mismos nombres diciendo lo mismo una y otra vez. La falta de una verdadera competencia mediática en el país, ha permitido que se constituya una suerte de elite profesional de opinión mediática, marcada en mucho por la arrogancia, la autocomplacencia y la auto-referencialidad. Si bien la libertad de expresión es un principio fundamental de una democracia, ¿quién le ha dado a esa elite la autoridad moral, intelectual o profesional para asumirse como “los que sí saben”?
     En este sentido, el fenómeno de las redes digitales ha permitido construir una suerte de contra-discurso donde, si no todas, cuando menos muchas voces nuevas irrumpen en un microcosmos del espacio público, revelando puntos de vista, perspectivas e ideas contrarias a las que expresa esa elite profesional de la opinión mediática. Como en otros países, las redes digitales han sido instrumentales para articular una movilización social de gran escala que por primera vez condensa, en una relación tiempo/espacio muy concentrada, lo que los otros piensan.
     Como en el movimiento estudiantil de 1968 (y no estoy trazando ninguna analogía, porque se trata de problemas y contextos muy distintos), quienes han asumido la expresión más clara del descontento social son los estudiantes universitarios, es decir, ese sector relativamente privilegiado e ilustrado de los sectores medios de la sociedad. Lo que no me queda tan claro, sin embargo, es que las redes digitales (o socio técnicas) sean capaces de dar profundidad analítica al descontento y de generar una verdadera cohesión semántica de quienes protestan, más allá de la denuncia un tanto inmediata o la preferencia o antipatía contra partidos y candidatos. Por un lado, se expresa una diversidad espontánea que manifiesta que el origen del descontento es múltiple; por el otro, esa misma espontaneidad hace que se pierda la claridad y efectividad del mensaje, que se confunda a los enunciantes y que se yuxtapongan los fines de la protesta.
     En cierto sentido, la implicación que está en juego en este proceso electoral y por parte de quienes se han manifestado en contra de su legalidad y equidad es que han sido inútiles todos los avances que creíamos haber logrado desde 1978 y que pasan, entre otras cosas, por una verdadera división de poderes, el acotamiento a la discrecionalidad del ejercicio presidencial, la autonomía de órganos constitucionales para organizar y supervisar los procesos electorales, la configuración de un órgano jurisdiccional para calificar las elecciones y varias reformas políticas que han cercado la intervención de los medios concesionados para hacer negocio del proceso electoral e inclinar la balanza en favor o en contra de alguno de ellos.
     De ser esto cierto, resulta muy preocupante: décadas de lucha, movilizaciones, protestas, reconfiguración de fuerzas políticas ¿para qué? No quiero con esto sugerir que no les asiste la razón a quienes se manifiestan en contra del proceso y sus resultados. Pero tampoco me queda del todo claro que sus argumentos sean contundentes e irrebatibles. La pregunta es si estamos dispuestos a dar el beneficio de la duda a un sistema electoral que se ha articulado con la participación de la sociedad o si de plano descartamos que estas instituciones o instancias tengan validez y legitimidad para resolver el conflicto.
     Lo que se exigiría en todo caso es un mínimo de congruencia para todos. Si realmente se considera o se demuestra (en el sentido legal del término “prueba”) que este proceso electoral estuvo viciado de origen, entonces estamos frente a una crisis constitucional. Si ninguna de las instituciones que participó en el proceso—desde el IFE hasta los observadores nacionales e internacionales y el TEPJF—están legitimadas para atender y resolver el problema, entonces debemos reconocer dos cosas: (a) hay que reinventar in toto nuestro sistema electoral y (b) quedaría anulado todo el proceso electoral, incluyendo los triunfos de las izquierdas y habrá que reponerlo de nueva cuenta en todo el país.
     Realmente es mucho lo que está en juego. No es sólo el resultado de la elección presidencial, sino toda la estructura en que se sustenta un sistema electoral aparentemente ineficiente para concitar el reconocimiento mayoritario de la sociedad. Están en juego los avances sociales que han permitido y obligado los cambios que hacen hoy a ese sistema muy distinto al de 1988. Está en juego la credibilidad de amplios grupos sociales que acudieron a las urnas y que ayudaron a llevar a cabo todo el proceso. Si está en juego nuestra historia, está en juego nuestro futuro. La paradoja es ¿quiénes si no nosotros podemos rearticular un sistema que, sustentado ya en la participación de los propios ciudadanos, parece que, otra vez, ha fallado?

martes, 3 de julio de 2012

En busca de la impertinencia perdida




Tomando en cuenta, como lo sugiere Paul Ricoeur, que vivimos en un permanente conflicto de interpretaciones (que, por cierto, es lo que nos hace medianamente humanos y de ahí la centralidad ontológica, más que mecánica, de la comunicación) y que con frecuencia unas cosas se leen por otras, o bien no hubo concordancia entre lo que se quiso decir, lo que se acabó diciendo y lo que se entendió, creo que viene bien un ejercicio de clarificación que, por otra parte, siempre suele ser de auto-clarificación.

Al margen de la posición política que uno tenga (o crea tener, porque esa es otra: luego resulta que decir “mu” es para otros decir “ye” y empieza la de dios es cristo), los fenómenos sociales dejan una estela relativamente observable. Si nos salimos un poco de nuestra propia posición para tratar de cuando menos calibrar lo ocurrido, sostengo los siguientes puntos que no veo cómo puedan considerarse una apología de ningún partido o candidato.

1. Ni la manipulación mediática ni las marchas callejeras mostraron ser un arma lo suficientemente efectiva para logar la contundencia electoral deseada ni para impedirla. Si vemos cómo quedó repartida la votación queda claro que hubo un 60% del padrón electoral que no votó en favor del PRI, pero también que hay otro 60% que no lo hizo por las izquierdas. Eso no es tomar postura a favor de nadie: son tendencias medibles que no se pueden obviar.

2. Hubo quienes votaron en contra del PAN y del PRI, pero, nos guste o no reconocerlo, hubo quienes votaron en contra del PRI y el PRD y, más aún, quienes lo hicieron en contra del PAN y del PRD. Eso para mí no significa preferir a nadie, sino simplemente que la nuestra es una sociedad cada vez más heterogénea, plural y, sí, en cierto sentido, dividida. Pero ¡qué horror pensar en una sociedad enteramente homogénea o estrictamente binaria (o estás aquí o estás allá)!

3. En ese sentido no se vale sostener que todos los electores que no votaron por tal o cual preferencia están manipulados. Me parece una posición terriblemente arrogante y condescendiente, como si entre los casi 30 millones de votantes que no optaron por AMLO no hubiera uno sólo (o varios miles o millones) que hubiesen podido racionalizar su voto en uno u otro sentido. Si no somos capaces de hacer autocrítica y entender que hay otros puntos de vista (un problema lamentablemente recurrente en ciertas formas de izquierda), nos va costar mucho trabajo avanzar.

4. Se ha dicho que con el triunfo del PRI se retrocedió el reloj 70 años. Además de la imposibilidad física del asunto (salvo que Hawking tenga razón y el Universo ya haya empezado a contraerse), habría que preguntarse: ¿Qué hace 70 años teníamos elecciones arbitradas por una instancia no controlada por el gobierno (lo que hubiera dado Vasconcelos por un IFE y un TEPJF)? ¿Qué hace 70 años teníamos un Congreso independiente del Ejecutivo o cuando menos donde éste no fuera mayoría absoluta? ¿Qué hace 70 años existían las figuras constitucionales de los medios de impugnación o el marco jurídico y las instancias extrajudiciales—como la CNDH—para ventilar inconformidades?

Si esto se entiende como un apoyo al PRI, lamento decirles que están muy equivocados. Lo que me preocupa del argumento de la “restauración del autoritarismo” no es sólo la falta de un conocimiento más crítico de nuestra historia política, sino que parecería que en este país nada ha cambiado en los últimos 40 años y basta con que llegue un muñequito para anular todos los logros que, desde la sociedad civil organizada, hemos alcanzado.

Alegar que la llegada del PRI equivale al fin de la historia, es simplemente desconocernos a nosotros mismos y anular de tajo el potencial crítico y auto-gestivo de la sociedad civil. ¿Realmente un muñeco y su partido pueden detener el avance político de la sociedad? ¡Coño!

5. Que cambie o no el país no depende de que Peña y Televisa lo impidan o de que Andrés Manuel y las izquierdas (what ever that means) así lo decidan, sino de la acción política de la sociedad a través del Congreso y de otras instancias legales (como ya ha ocurrido). Pensar en términos ad hominem (Peña es un maldito; AMLO es un bendito; Josefa es una cuchi cuchi) es, con todo respeto, no haber entendido nada de lo que ha pasado en México a lo largo de las últimas décadas.

Cierto, la lucha por impulsar una agenda progresista puede ser más difícil, pero si se lograron cambios políticos en los momentos del autoritarismo más álgido ¿a poco ahora no vamos a poder impulsar ninguna agenda progresista? …Además ¿quién dijo que los procesos de emancipación son sencillos?

6. Y resalto la paradoja (o parajoda, como quieran) que si en algún lugar hemos retrocedido el reloj 70 años es precisamente en la ciudad de México, donde el famoso Carro Completo era la antigua práctica y la marca más distintiva del viejo PRI. ¿Quiero esto decir que estoy en contra del triunfo del PRD en la capital o en Morelos o en Tabasco? Para nada. Simplemente quiere decir que cualquier régimen político—sea del signo que sea—que carezca de contrapesos en el legislativo y el judicial tiende a ser endofágico, autocomplaciente y, ni modo, arbitrario.

Para mí, una de las características fundamentales de una democracia no sólo radica en su sentido positivo (las libertades que se conquistan o reconocen), sino también en su sentido “negativo”, es decir, en la existencia de medios de control de los actos de autoridad. En la ciudad de México, esos medios son muy endebles y tenues (bastaría ver el caso de la Supervía, por ejemplo, contra la que existen recomendaciones de la CDHDF que han sido completamente ignoradas), a causa precisamente del Carro Completo.

Pero ni hablar, así lo decidió la mayoría de los electores del DF y hay que respetarlo. Eso, sin embargo, no quiere decir que no se pueda cuestionar, discutir o analizar desde una perspectiva crítica. Sí creo que en esta ciudad las prácticas electorales del PRD deben ser analizadas desde una perspectiva autocrítica, porque ni modo de cuestionarlas en otro lado pero no aquí.

7. Por último, creo fervientemente en aquella frase de Lennon en Revolution: “You tell me it's the institution/Well, you know/You better free you mind instead/ But if you go carrying pictures of chairman Mao/You ain't going to make it with anyone anyhow” o, para retroceder el reloj (y aprovechando que cumplen 50 años de andar rolando), esta otra version de los Rolling Stones con especial cariño para el #YoSoy132:

http://www.youtube.com/watch?v=fN6XRwnYzL4&feature=related

lunes, 2 de julio de 2012

El Día Después de Mañana

Estos siete puntos pretenden ser apenas un breve apunte de lo mucho que nos arroja el proceso electoral y sus resultados. Tal vez sea muy prematuro querer analizar algo que tardará meses en asentarse, pero todo esfuerzo provisional puede ayudar a definir perspectivas y a exorcisar fantasmas y enconos que, creo, no vienen al caso:

1.      Ni el PRI con todo el apoyo de Televisa, ni las izquierdas, con todas sus marchas (y, dicho sea de paso, con su lamentable campaña del miedo) lograron concitar una mayoría contundente. Quizás esto hable de un México dividido entre ciertos atavismos históricos y otro que todavía no se atreve a transitar del todo hacia la social democracia (porque si algo NO tienen ni López Obrador, ni el PRD, ni mucho menos Marcelo Ebrard es un programa, una ideología y un discurso mínimamente emparentados con el socialismo)

2.      Lo que sí quedó claro como tendencia nacional—más del 70% de los votantes—es el rechazo al PAN. Salvo en Guanajuato (de ahí que haya tanta momia), una mayoría significativa de mexicanos manifestó su hartazgo por un discurso y una política belicosos que no han convencido a nadie y por esa moralina de derecha, propia de un boticario o de un cura de pueblo.

3.      Si bien la industria de radio y televisión ejerce una fuerte influencia sobre el imaginario colectivo, cada vez es mayor el número de personas (jóvenes sobre todo) que son capaces de entender y ver el mundo y el país de otra manera; cuando menos, desde su propia mirada (correcta o incorrecta) y no sólo a través del filtro de López Dóriga, de Ciro Gómez Leyva, de Carlos Marín o de Adela Micha.

4.      Las nuevas tecnologías digitales, aunque en México todavía no son de uso mayoritario, han convertido a la computadora y al teléfono celular en medios coloquiales (más que sociales) de interacción. En muchos sentidos, esta forma de interacción digitalizada permitió darle la vuelta a la gran maquinaria mediática y sus epígonos. No es un cambio menor, pero, OJO; tampoco es ninguna panacea.

5.      Quizás lo más importante de este proceso es que cada vez resulta más evidente la toma de conciencia y la maduración de una cultura política—deliberativa y argumentativa, aunque todavía en ciernes—si no en la gran mayoría de los mexicanos, sí en porciones y grupos cada vez más significativos. Quienes han tenido el privilegio de asistir a una preparatoria y a la Universidad tienen una verdadera responsabilidad en el sentido de tratar de extender lo más posible los beneficios de una inteligencia crítica sobre todo entre quienes todavía dependen de lo que diga el cura o la pantalla.

6.      Al no haber mayorías contundentes—ni relativas ni absolutas—el campo de relaciones políticas exige como nunca la política del consenso, del acuerdo, de la verdadera comunicación política entre actores partidistas, sociedad civil y medios de información. Cada vez se hace más necesaria la lógica del mutuo entendimiento, es decir, de la clarificación de aquellos temas y términos que reconoceríamos como comunes y sobre los cuales tendríamos que trabajar en conjunto los tres poderes, los órganos constitucionales autónomos y la sociedad civil organizada: desde los problemas ambientales y de agua, hasta el reconocimiento de la pobreza (algo que el PAN jamás entendió), pasando por la educación y la redistribución del ingreso.

7.      Dada la actual conformación del Congreso, una de las primeras tareas fundamentales de los grupos progresistas—comenzando por la parte más rescatable del #YoSoy132—será de la impulsar en el Legislativo una agenda temática que incluya esos y otros rubros; pero sin duda, de lo primero que hay que atacar es la reconfiguración de la industria mexicana de radio y televisión para desconcentrarla, abrirla a una legítima competencia y al fortalecimiento de los medios de interés público. Esto me parece más factible y viable para poner en práctica la democracia y obligar al Ejecutivo a sentarse a dialogar, que andar marchando por las calles.

martes, 19 de junio de 2012

¿Ahí viene el lobo?


El síndrome del Golem posmoderno



En política no hay nadie totalmente bueno ni completamente malo. La oposición binaria bueno/malo no aplica, creo, cuando hablamos del Poder. Desde luego el Poder tampoco es un absoluto, pero su esencia semántica, nos lo recuerda Maquiavelo, no radica en la bondad o en la maldad. Podría, en algunos casos, sustentarse en la oposición Poder/subordinación y en otros, los menos, en la oposición Poder/representación. El contrario dialéctico del Poder (pero no su opuesto binario) es la ética. Y creo que sólo desde ahí, como un territorio ajeno a la política pero con la que tiene ciertos cruces, podríamos cuestionar la legitimidad o racionalidad de ciertas formas de Poder.
     Si pensamos en Adolfo Hitler, para muchos el epítome de la maldad, no puede soslayarse que, al igual que otros autócratas, gozó del apoyo implícito o explícito de vastos sectores de la sociedad a la que gobernó. En muchos sentidos Hitler (o Franco, o Mussolini, o Pinochet) no fue sino la proyección que dio forma personalizada a cierto inconsciente colectivo en el que anidaba la aceptación no enunciada de las tesis que se convirtieron en el eje del poder. La brutalidad del régimen de Hitler, pues, no es ajena a la complacencia discreta de una sociedad que, en el fondo coincidía con sus postulados desde mucho tiempo antes (como lo presenta Eco en el Cementerio de Praga).
     Por otra parte, si pensamos en Churchill o aun en Gandhi, descubrimos que detrás del velo de admiración y en algunos casos de santidad con los que se les suele recubrir, tomaron decisiones desde el Poder (Coventry, en el caso del primero, y en el otro su rechazo a negociar con la Liga Musulmana en 1946) que sólo se pueden entender (aunque difícilmente justificar) desde una ética “despersonalizada” (i.e. cuando se dice: “Fue terrible que muriera tanta gente, pero era históricamente necesario que así ocurriera”).

II
Es lógico que en la lucha por el Poder los políticos profesionales y aun los políticos por vocación (véase la distinción en Weber) busquen llevar sus argumentos a un terreno de reducción lógica extrema, es decir, a una simplificación exacerbada cuyo resultado último tiende a la descalificación absoluta del otro, del contrario. Negar al otro, descalificarlo, es deslegitimar su visibilidad política, su derecho a contender por el Poder y consecuentemente negarle credibilidad alguna a su discurso, a sus propuestas.
     En el México moderno lo vimos en la feroz campaña que se articuló desde la iniciativa privada y del Partido Acción Nacional contra Andrés Manuel López Obrador, en 2006. Pero también lo estamos viendo ahora, sólo que del otro lado. Hay una simetría semántica entre la descalificación a López Obrador que se ejerció desde los medios en 2006 y la que hoy se ejerce contra Peña Nieto (y en menor medida contra Quadri) desde diversos movimientos que, a quererlo o no, han ido escalando el tono de histeria irreflexiva. Se habla de restauración del viejo régimen represor, de la vuelta al pasado (como si el PRI actual fuera semejante al PRI del nacionalismo revolucionario), del horror y del espanto como si Peña Nieto y sus simpatizantes—que los hay—fueran a llegar a Los Pinos a bayoneta calada.
     Precisamente la obligación de quienes no nos dedicamos profesionalmente ni por vocación al ejercicio del Poder—nuevamente, trato de hablar desde la ética y no de la oposición binaria entre “buenos” y “malos”—es tratar de rescatar las posibilidades de la razón, devolver al lenguaje su función dialógica y clarificadora de los términos del discurso político más allá del maniqueísmo fácil. Incluyo entre estos a los estudiantes, los académicos, los escritores y los profesionales. Es tarea fundamental sobre todo de las Universidades el contribuir a un clima de racionalidad argumentativa, de deliberación crítica capaz de orientar lo más razonablemente posible el voto y no de atizar el clima de neurosis política que, como ocurrió en el 2006 y parece que hoy se repite, sólo contribuyen a una profunda división y encono públicos.
     Ni Andrés Manuel López Obrador es un santo, ni Enrique Peña Nieto es un demonio o un pelele. Los dos son políticos profesionales. Los dos militan en Partidos cuya historia—antigua o reciente—deja mucho que desear en materia de honestidad y transparencia. Ambos han tomado (o dejado  de tomar) decisiones que han afectado a muchos sectores, o bien, que han favorecido injustamente a otros. Verlos como el “bueno y el malo” es reducir el problema de la política a un argumento de pastorela.
     Personalmente, me identifico mucho más con las tesis políticas que sostiene Andrés Manuel López Obrador y admiro profundamente a la mayoría de quienes ha propuesto para integrar su gabinete. Pero eso no implica que descalifique a Enrique Peña Nieto o al PRI in toto. No sólo porque forman parte de una geometría política cuya condición democrática radica en la pluralidad y la tolerancia, sino porque hay argumentos y propuestas de administración pública que no me parecen descabelladas y que resultan bastante realistas y convincentes.
     Tal vez López Obrador responda más a la tipología del Político por Vocación (aquel que vive para la política) y Peña Nieto responda más a la tipología del Político de Profesión (aquel que vive de la política) que propuso Weber. Aun así, me preocupa el clima de histeria irreflexiva que se está gestando en este último tramo del proceso electoral y me preocupa aun más que la movilización estudiantil contribuya a ello.
III
No podemos pasar por alto que en una democracia, como la que tímidamente se está tratando de construir en el país, el Ejecutivo es sólo uno de los componentes del Poder. Hay que pensar que la configuración del Legislativo resulta tan o más importante y que el Judicial ha jugado ya un papel axial para acotar los actos de autoridad tanto del Presidente como del Congreso. El caso de la Ley Televisa demuestra, por partida doble, cómo desde la racionalidad institucional se puede echar abajo la extralimitación de los poderes Ejecutivo y Legislativo, así como las pretensiones meta-constitucionales del monopolio mediático en tanto que poder fáctico.
     El movimiento estudiantil que surgió en mayo de 2012 comenzó como la respuesta de un sector de la sociedad civil, organizado desde y a través de las redes digitales, al intento mediático de construir la ficción de un resultado inevitable, como si a suerte ya estuviera echada y Enrique Peña Nieto estuviera predestinado a llegar a la presidencia de la República. Pero mucho me temo que lejos de promover una agenda orientada hacia la racionalidad argumentativa, a la imparcialidad en el manejo de la información y hacia una mayor pluralidad de la esfera pública, una parte importante del estudiantado ha caído en un inercia irracional y descalifican—frecuentemente sin argumentos y sin conocimiento de la historia política de México—al que han querido construir como el Golem postmoderno.
     Me preocupa por que en este ánimo de erradicar y nulificar al contrario, estamos dejando pasar la oportunidad de construir una plataforma discursiva verdaderamente plural y crítica. Gane quien gane la presidencia de la república, tendrá necesariamente que gobernar a partir de una agenda consensada con los otros partidos y fuerzas políticas del país. Eso es, precisamente, lo que distingue a los regímenes democráticos: el derecho a la palabra de todos y el que nadie—salvo la Ley—tenga la última palabra. Pero ¿cómo construir consensos cuando de entrada se descalifica totalmente al contrario? ¿Cómo apelar a la reconciliación política cuando se niega al otro el derecho al discurso?