Parecería
que hemos llegado a un punto en el proceso electoral en el que se han diluido
al mínimo las posibilidades de racionalizar críticamente sus resultados y su
significado. No cabe duda que hay un conflicto. Lo que no queda tan claro—cuando
menos para muchos—es la naturaleza del conflicto, sus alcances, sus
implicaciones y, sobre todo, si hay voluntad de resolverlo de un modo en que se
aclaren las dudas y cuestionamientos, sin que, a su vez, se deje
de respetar el voto ciudadano.
Para muchos de quienes están convencidos
de que hubo fraude no habrá poder humano que los haga cambiar de opinión, aún si
quien lo sostiene no es capaz de producir las pruebas jurídicamente válidas
para demostrarlo, o bien, aun si el fallo del Tribunal Electoral del Poder
Judicial de la Federación desecha la acusación. De hecho, dentro de quienes
están convencidos del fraude hay quienes ya han descalificado al TEPJF y al IFE
y, al hacerlo, descalifican a los cientos de miles de ciudadanos que
participaron en el proceso electoral, a los observadores nacionales e
internacionales, a los representantes de los partidos que estuvieron en las
casillas y siguieron todo el procedimiento y a los 32 millones de electores que
no optaron por las izquierdas.
Quienes no creen que haya habido fraude
difícilmente saldrán a las calles a exigir que se reconozca el voto. Sea por
abulia, por apatía o simplemente porque no les interesa tanto todo el proceso
como para interrumpir sus actividades cotidianas, la famosa “mayoría silenciosa”
lamentablemente suele asumir que, una vez cumplida con su obligación ciudadana—la
de depositar el voto—no es de su incumbencia los cuestionamientos o críticas
que otros hagan y que es problema de las instituciones resolver el asunto. En cierto
sentido se asumen espectadores de un espectáculo que, estemos de acuerdo o no,
les resulta tan distante como un debate legislativo o la polémica sobre los
transgénicos.
Quienes permanecen escépticos, es decir, que
no necesariamente creen que hubo un fraude, pero que tampoco creen que el
proceso electoral haya sido ejemplar y libre de constricciones meta legales, el
problema es delimitar hasta dónde se debe prestar credibilidad a unos y a otros,
hasta dónde involucrarse y, quizás lo más difícil, cómo contribuir para centrar
una discusión que unos insisten en mantener dentro de los cauces formales que marca
la legislación y que otros insisten en sacar a las calles.
No creo que haya respuestas sencillas.
Esto, más que un conflicto electoral (o además de) se expresa ya como un conflicto
social, en el que una serie de reclamos de distinto origen encuentran
convergencia en esa suerte de solidaridad colectiva de las marchas. Varios de
estos reclamos tienen su origen en la profunda desigualdad económica y social
que se ha agudizado en las últimas décadas y que, por primera vez en años, toca
a la puerta de los sectores medios; otros, me parecen, tienen su origen en el
hartazgo de una estructura mediática que, poco a poco, se ha ido apoderando del
espacio público y monopolizando la esfera pública, es decir, ese campos de
deliberación y argumentación que debería expresar pluralidad y diversidad.
Los mismos rostros y las mismas voces se
repitan una y otra vez, con el mismo discurso y el mismo tono, tanto en la
prensa escrita, como en la radio y la televisión. Por todos lados vemos los
mismos nombres diciendo lo mismo una y otra vez. La falta de una verdadera
competencia mediática en el país, ha permitido que se constituya una suerte de elite
profesional de opinión mediática, marcada en mucho por la arrogancia, la
autocomplacencia y la auto-referencialidad. Si bien la libertad de expresión es
un principio fundamental de una democracia, ¿quién le ha dado a esa elite la
autoridad moral, intelectual o profesional para asumirse como “los que sí saben”?
En este sentido, el fenómeno de las redes
digitales ha permitido construir una suerte de contra-discurso donde, si no
todas, cuando menos muchas voces nuevas
irrumpen en un microcosmos del espacio público, revelando puntos de vista,
perspectivas e ideas contrarias a las que expresa esa elite profesional de la
opinión mediática. Como en otros países, las redes digitales han sido
instrumentales para articular una movilización social de gran escala que por
primera vez condensa, en una relación tiempo/espacio muy concentrada, lo que los
otros piensan.
Como
en el movimiento estudiantil de 1968 (y no estoy trazando ninguna analogía,
porque se trata de problemas y contextos muy distintos), quienes han asumido la
expresión más clara del descontento social son los estudiantes universitarios,
es decir, ese sector relativamente privilegiado e ilustrado de los sectores
medios de la sociedad. Lo que no me queda tan claro, sin embargo, es que las
redes digitales (o socio técnicas) sean capaces de dar profundidad analítica al
descontento y de generar una verdadera cohesión semántica de quienes protestan,
más allá de la denuncia un tanto inmediata o la preferencia o antipatía contra
partidos y candidatos. Por un lado, se expresa una diversidad espontánea que manifiesta que el origen del descontento es múltiple; por el otro, esa misma espontaneidad hace que se pierda la claridad y efectividad del mensaje, que se confunda a los enunciantes y que se yuxtapongan los fines de la protesta.
En cierto
sentido, la implicación que está en juego en este proceso electoral y por parte
de quienes se han manifestado en contra de su legalidad y equidad es que han
sido inútiles todos los avances que creíamos haber logrado desde 1978 y que
pasan, entre otras cosas, por una verdadera división de poderes, el acotamiento
a la discrecionalidad del ejercicio presidencial, la autonomía de órganos
constitucionales para organizar y supervisar los procesos electorales, la
configuración de un órgano jurisdiccional para calificar las elecciones y
varias reformas políticas que han cercado la intervención de los medios
concesionados para hacer negocio del proceso electoral e inclinar la balanza en
favor o en contra de alguno de ellos.
De ser esto
cierto, resulta muy preocupante: décadas de lucha, movilizaciones, protestas,
reconfiguración de fuerzas políticas ¿para qué? No quiero con esto sugerir que no
les asiste la razón a quienes se manifiestan en contra del proceso y sus
resultados. Pero tampoco me queda del todo claro que sus argumentos sean
contundentes e irrebatibles. La pregunta es si estamos dispuestos a dar el
beneficio de la duda a un sistema electoral que se ha articulado con la
participación de la sociedad o si de plano descartamos que estas instituciones
o instancias tengan validez y legitimidad para resolver el conflicto.
Lo que se
exigiría en todo caso es un mínimo de congruencia para todos. Si realmente se
considera o se demuestra (en el sentido legal del término “prueba”) que este
proceso electoral estuvo viciado de origen, entonces estamos frente a una
crisis constitucional. Si ninguna de las instituciones que participó en el
proceso—desde el IFE hasta los observadores nacionales e internacionales y el
TEPJF—están legitimadas para atender y resolver el problema, entonces debemos
reconocer dos cosas: (a) hay que reinventar in
toto nuestro sistema electoral y (b) quedaría anulado todo el proceso electoral, incluyendo los triunfos de las
izquierdas y habrá que reponerlo de nueva cuenta en todo el país.
Realmente es
mucho lo que está en juego. No es sólo el resultado de la elección
presidencial, sino toda la estructura en que se sustenta un sistema electoral
aparentemente ineficiente para concitar el reconocimiento mayoritario de la
sociedad. Están en juego los avances sociales que han permitido y obligado los
cambios que hacen hoy a ese sistema muy distinto al de 1988. Está en juego la
credibilidad de amplios grupos sociales que acudieron a las urnas y que
ayudaron a llevar a cabo todo el proceso. Si está en juego nuestra historia,
está en juego nuestro futuro. La paradoja es ¿quiénes si no nosotros podemos
rearticular un sistema que, sustentado ya en la participación de los propios
ciudadanos, parece que, otra vez, ha fallado?